el espíritu de las cosas

/ 19 mar 2025 /
Ha pasado ya un lustro, mucho tiempo, desde que murió mi padre. Si me preguntaran, diría que desde entonces ha transcurrido una breve eternidad: cinco años y un mes en realidad no es demasiado, aunque sí parecían incontables en su momento los días que se han ido sucediendo uno detrás de otro, veloces y lentos, con esa doble personalidad tan propia de ellos, y amontonándose en los sedimentos de la vida mientras cambiaba sutilmente el mundo. El mundo y también yo, que ahora me siento tan distinto.
Sucedió justo antes del confinamiento provocado por un virus que nos puso en jaque, allá en el cercano-lejano mes de febrero de 2020. A mitad del mes a mi padre se le escapó la vida que aún le quedaba. Y lo digo y me siento engullido por las fauces del tiempo hasta un punto remoto en su sinuosa línea, como si fuera otra persona quien se materializara allí, con otros temores, otras angustias, otras preocupaciones, otros pensamientos, otras asfixias... Lo recuerdo como en la piel de otro que ya no soy, aunque sigo habitando esa misma piel.

En aquella piel me puedo ver contemplando las cenizas de mi padre. Después del funeral, mi padre fue incinerado según había sido su deseo cuando aún tenía consciencia para formular deseos. Y con la amenaza ya en ciernes de lo que estaba por sobrevenir en aquellos días del año 2020, liquidados algunos trámites del fallecimiento, igual que había quedado liquidado el núcleo familiar con el que había transitado mi infancia y adolescencia, me despedí de mi madre en su casa y yo me volví a la mía, a mil kilómetros de allí, llevándome conmigo la urna con las cenizas de mi padre. Todavía no sabía qué iba a hacer con ellas. Pero cualquier plan iba a quedar pronto interrumpido por el confinamiento, así que la urna se quedó en el vestíbulo de mi casa, como un objeto más del hogar.

Alguna vez, en la soledad de los días de reclusión forzada, me daba por coger la urna, abrirla y contemplar las cenizas. Siempre me sorprendía la misma sensación y el mismo pensamiento: Este no es mi padre, aquí no está mi padre. Nunca sentí que aquellos fueran sus restos. Si algún rastro había quedado de él en el mundo, desde luego no estaba en esas cenizas.
En cambio, en otros momentos, en las horas silenciosas de tantas madrugadas de insomnio que se amontonaron en los meses de confinamiento, echaba mano de una caja. Era una caja de farias de las que tenía mi padre y donde guardaba alguna de sus pertenencias. Me las había traído a mi casa cuando vaciamos su piso, antes de la venta. En el conticinio, cuando el silencio de la noche era tan intenso que solo se podían escuchar los propios pensamientos, me sentaba con esa caja, la abría, y allí estaban: un chisquero de mecha, una regla de cálculo, unos lápices, un par de fotos viejas en blanco y negro que habían amarilleado, una medalla del ejército... Y allí sí que estaba mi padre, en esas cosas. Fundido en el espíritu de las cosas, su espíritu en sus cosas. Y no podía evitar que en ese silencio alguna lágrima se despeñara con estruendo, después de inundar el párpado hasta el borde de la mejilla.

A través de esos objetos llegaba a comprender que se había ido, pero que de alguna forma también seguía conmigo, que permanecería siempre junto a mí en mis recuerdos. Y también sé que yo algún día me iré, aunque quiero permanecer junto a quienes me apreciaron y me quisieron a través de los buenos recuerdos que ahora, en este tiempo, se me ha concedido poder ir sembrando en sus vidas.


[Desde hace un par de años, las cenizas de mi padre reposan junto a los restos de mis abuelos, en su aldea natal, a unos veinte kilómetros de aquí]
[Pero sé que él no está allí]


microcosmos

/ 14 feb 2025 /
{ UNO }
        El exprimidor deja caer las últimas gotas de zumo y Eloísa tira la cáscara del pomelo en el cubo de la basura. Raúl se asoma por la ventana, hincha sus pulmones con una bocanada fresca y detiene su vista en los reflejos de los charcos de lluvia que en la noche anterior se han formado en el suelo de la plaza. Con la palma de su mano, Eloísa hace desfilar en el armario tres o cuatro vestidos, sin acabar de decidirse por ninguno de ellos. Un último vistazo a los papeles sobre la mesa de trabajo y Raúl mete los informes que necesita en una carpeta desgastada. Mientras Eloísa se maquilla frente al espejo del cuarto de baño, todavía un poco empañado por el vapor de la ducha caliente, sigue pensando en que debería cambiar esa bombilla que no deja de parpadear. Raúl se calza unos zapatos apropiados para la lluvia, luego se coloca una bufanda al cuello, se pone un abrigo y se echa el bolso bandolera cruzándolo sobre el hombro izquierdo. Eloísa coge un pequeño bolso que dejó sobre la mesilla y sale de casa. Cierra la puerta con llave, como tiene por costumbre. Raúl llega hasta la puerta de casa buscando las llaves en el bolsillo del pantalón. Cierra la puerta con llave, como tiene por costumbre.

{ DOS }
        Eloísa camina hasta una calle más allá del edificio en que vive, donde dejó aparcado su Peugeot blanco. Raúl sale de su portal, mira al cielo gris y comienza a caminar con paso apurado. Eloísa arranca el motor, enciende la radio, se ajusta el cinturón de seguridad, pisa el embrague y mete la primera, quita el freno de mano, mira por el retrovisor, pone el intermitente y gira el volante a la izquierda. Todo de forma automática, como una rutina que el consciente no llega a pensar. La mañana está fresca y Raúl, en su veloz marcha, distraído pisa algunos charcos mientras suelta por boca y nariz pequeñas volutas de vaho, casi transparentes, que al instante se deshilachan y desaparecen en el aire de la ciudad. Más de una vez, la cinta del bolso intenta deslizarse del hombro al cuello de Raúl, debido al rápido ritmo de zancada que lleva, y otras tantas veces ha tenido que volver a acomodarla en su sitio. Eloísa oye una emisora de radio sin escucharla y se alegra de no encontrar demasiados atascos en esta mañana. Raúl tiene que cruzar una calle. Al otro lado de la acera, el semáforo luce un hombrecito de color rojo y Raúl aminora el paso gradualmente hasta que se para al borde de la calzada. Posa su vista, por azar, al otro lado de la calle donde, también esperando a cruzar, una señora sujeta a un inquieto cocker y un hombre lee un periódico. Eloísa gira el volante a la derecha y, un poco más adelante, un semáforo está en ámbar. Pisa suavemente el pedal del freno hasta detenerse con el semáforo en rojo. Raúl ve que el hombrecito del semáforo es ahora verde. Pone un pie sobre el asfalto, todavía con la lentitud que le imprime la inercia. Gira su cabeza a la izquierda y se fija en un Peugeot blanco. Eloísa, que miraba sin ver el coche parado al lado del suyo, vuelve su cabeza hacia delante y ahora sí que ve a un joven de pelo castaño y ojos verdes que la está observando. Raúl mira a la conductora del coche blanco, una joven de pelo negro y ojos marrones que lo está observando. Eloísa va siguiendo al joven con un giro lentísimo de su cuello, sin apartar sus ojos de los suyos. Raúl siente que camina casi sin pasos, como si flotara, sin apartar sus ojos de los suyos. Durante eones, la cabeza de Eloísa sigue moviéndose con la parsimonia de un astro en el firmamento, en pleno ballet cósmico. Durante eones, Raúl no es consciente de que las bandas blancas y las oscuras de la calzada se siguen alternando bajo sus pies, en el cruce.

{ TRES }
        Un perro roza levemente la pierna de Eloísa, quien, sacada de su ensimismamiento, mira hacia adelante y ve que el hombrecito verde ya empieza a parpadear. La bocina del coche que está detrás sobresalta a Raúl, quien, sacado de su ensimismamiento, levanta la cabeza y ve que el semáforo ya está en verde. Mete la marcha, levanta el pie del freno y sigue su camino. Eloísa gira la cabeza un poco hacia la derecha y ve alejarse a un Peugeot blanco siguiendo la calle que acaba de cruzar. Raúl desvía sus ojos para mirar por el retrovisor izquierdo cómo una mujer, detenida al lado del semáforo, parece dirigir la vista hacia él mientras su vehículo sigue avanzando por la calle.


pobre Sísifo

/ 5 ene 2024 /
Je n'ai jamais encore raconté cette histoire. Les camarades qui m'ont revu ont été bien contents de me revoir vivant. J'étais triste, mais je leur disais: «C'est la fatigue...».
Maintenant je me suis un peu consolé. C'est-à-dire... pas tout à fait.

        (Antoine de Saint-Exupéry, Le Petit Prince, XXVII)


¡Pobre Sísifo!
La misma estampa día tras día: la ladera, la roca y tú. Tus músculos crispados por el esfuerzo, el sudor que se beberá la tierra reseca.
A ti, que tanto amas la vida, los caprichosos dioses de pacotilla te han transformado en una especie de escarabajo pelotero. Sin embargo, pareces el epítome de cualquier tratado sobre la futilidad.
¡Pobre Sísifo!

Coronas la cumbre sin ilusiones, despojado de sueños. Te comportas como el fecundo autor de un blog, quien publica los pensamientos de su cabeza sin que nadie los llegara a echar de menos en caso de que los escritos nunca vieran la luz, y que en su frenesí oculta el texto anterior con otro posterior sin más pretensión que tener la roca siempre en movimiento.
¡Pobre Sísifo!
Agotado sin final. Condenado a permanecer en una extraña cadena interminable de inútil actividad, a moverse por la cinta de moebius de los que han perdido la esperanza y vuelven a repetir sus errores.

Los caprichosos dioses de pacotilla amantes de los castigos también se han castigado a sí mismos. Son ellos los que todavía no pueden dejar de contemplar el movimiento de la roca. Arriba y abajo, arriba y abajo. Es el turno de Kronos, quien toca la roca y la convierte en tiempo. Y a Sísifo en un calendario, que sube días, meses y años por la ladera, para que se desvanezcan en un instante efímero.
¡Pobre Sísifo!

Arrastra recuerdos, empuja nostalgias, remolca añoranzas...
Con las plantas de sus pies, apretando fuerte contra el suelo, siembra en tierra recuerdos, nostalgias, añoranzas... Cuando han germinado y brotan al sol, la roca rodando de vuelta al valle los aplasta y los engulle en su masa. Y Sísifo los lleva de vuelta a la cima, sembrando nuevos recuerdos, nostalgias y añoranzas...
La roca desciende de nuevo, lame el surco y se agiganta con otros tiempos, igual que una bola de nieve se atiborra con el manto blanco de las gélidas montañas al rodar ladera abajo.

Esta es tu eterna historia, ¡ay, pobre Sísifo!
Y en un descuido, movido por un torpe anhelo, sonríes con la sonrisa del loco, imaginando un mundo sin colinas. Desde la cima y en el único y breve instante de reposo hasta que la roca comienza a caer de nuevo a lo profundo de la vaguada, visualizas un paisaje donde pudieras dibujar nuevas historias, un lienzo extendido donde trazar la vida que deseas, imprimiendo caminos, palabras y proyectos con la roca de tu tormento.
Hasta que se agoten tus fuerzas, para siempre.
¡Pobre Sísifo!

Siempre he pensado en Sísifo como la perfecta alegoría de los avatares del hombre moderno, triturado constantemente por una actividad cotidiana que en muchas ocasiones es tan machacona como fútil.


galope tendido

/ 18 jun 2023 /
Saturno devorando a un hijo. La imagen es demencial. Como si estuviera pintada por un demente. Como si el retratado fuera un demente. Como si pintor y retratado fueran ambos dementes. El caso de Goya tiene más que ver con su sordera y su amargura, pero lo de Saturno es otro cuento. Saturno es el nombre romano del tipo al que los griegos habían llamado Cronos. Y también había otro Chronos, del que este Cronos parece ser una asimilación o paquete-resumen o algo así. El dios del tiempo, la personificación del tiempo, el titán, todo en uno.
El tiempo es una locura. Antes de que existiera el universo, no había nada. Nada. Ni el tiempo. Con la aparición del universo, el tiempo se pone a cero y empieza a correr. Y, desde entonces, a toda pastilla, a galope tendido, sin freno, hasta que se lo trague alguna singularidad. Y el dios griego cabalga sobre este corcel desbocado o es él mismo el corcel desbocado. Está tan desequilibrado que se carga a su padre y luego a sus hijos según van naciendo. En fin... ya me lo decía un amigo hace unos días: los seres humanos perdonan a veces, pero el tiempo nunca perdona. Es cierto. Siempre te acaba alcanzando, por mucho que corras.

¿Es la vida como un tetris? Ella a su ritmo (a galope tendido, por supuesto) y va dejando caer oportunidades, embrollos, obstáculos, quebraderos de cabeza, venturas y desventuras, para que cada cual los vaya encajando o apilando como quiera y los vaya aprovechando como mejor le parezca. Pero nunca se detiene para que vayas ordenando ese hilo de vida. No se para si se te han roto las entrañas, si ya no puedes más y necesitas un descanso, si todo eso que te ha ido cayendo encima te está sepultando bajo su peso. Él sigue adelante. Ni siquiera se detiene para que te apees si es tu elección. Nada de eso. O te bajas en marcha o sigues en la grupa del caballo loco. Hay quien se da maña y le va bien. Encuentra la forma de dilatar el tiempo, de ralentizarlo, de estirarlo lo necesario para maniobrar a la velocidad oportuna. Como si domara el potro salvaje. También hay quien no es lo suficientemente rápido y se gana un game over prematuro y quizás un gracias-por-haber-participado. Es amplia la galería de los perdedores. Aunque están todos aquellos que, para ganar siempre, lo que hacen es perder lo importante y también están todos aquellos que, perdiendo, terminan por ganar lo realmente valioso. Qué complicado es esto.

Victorias y derrotas, ganar y perder... Dejo que lluevan las figuras del tetris, dejo de montar puzles, dejo que galope el corcel, dejo que me atrape el tiempo.
Entonces se hace la calma, desaparece el ruido.
Y entonces lo veo todo con una claridad que nunca habría imaginado.


the most excellent and lamentable tragedie

/ 17 jun 2023 /
- ¿Crees que esta historia tendrá un final feliz?
- Los finales felices son historias sin acabar.

    (fragmento de un diálogo en el film "Mr. and Mrs. Smith")


Estimado William:

La presente misiva es para informarte de los progresos de la última investigación que me encomendaste. Ya sé que no esperabas tener mis noticias hasta dentro de un par de meses, pero creo necesario avanzarte un giro inesperado que supongo que puede afectar al desarrollo de tu obra.

La semana pasada, y después de no pocas pesquisas, logré hacerme con un viejo diario que guardaba una carta ya desgastada, todo ello envuelto en un paquete en el que había escritas dos palabras: «Frate Lorenzo». En efecto, el autor de la carta era el propio franciscano y en ella el fraile, ya muy viejo, se desahoga con un íntimo revelándole sus profundos remordimientos. El diario presentaba una caligrafía muy distinta y en la primera página estaba escrito un nombre: Margherita Beatrice Broccia.
Comencé leyendo la carta. Aparte de los pertinentes saludos y de otras indicaciones personales que ahora no sería necesario traer a colación, la parte que deseo destacarte, querido William, es aquella en que fray Lorenzo escribe una terrible confesión a su compañero. Le cuenta que antes de abandonar la cripta en aquel día fatídico observó con sorpresa que la joven esposa, ya difunta, se aferraba a un diminuto libro. El libro era el diario de Beatrice. Fray Lorenzo, después de leer en él alguna declaración perturbadora, dedujo con gran consternación que tales revelaciones en conocimiento de la muchacha podrían haber desencadenado las trágicas consecuencias que estaba presenciando. Decidió entonces que lo mejor sería llevarse el documento, hacerlo desaparecer de la escena y confiar en la discreción de Beatrice, quien ignoraba que el fraile había celebrado el matrimonio de los jóvenes. Con algo de fortuna, esto quedaría ignorado para siempre. Se trataba ahora de encontrar la manera de que tan grande fatalidad sirviera al menos para intentar reconciliar a las familias. Pero el paso de los años no pudo mermar la pesadumbre de fray Lorenzo por haber obrado imprudentemente con los jóvenes enamorados, sino que, al contrario, la perspectiva del tiempo le mostraba el error en toda su enormidad.
Intrigado por las palabras de la carta, decidí dedicarme a la lectura del diario, que seguramente contendría las explicaciones que necesitaba para aclarar el embrollo. En efecto, después de bastantes páginas que estimo intrascendentes, llegué al asunto que nos interesa, amigo William. La joven Margherita cuenta cómo fue seducida por Filippo Montecchi y abunda en detalles del romance secreto que ambos mantuvieron durante un año. A Margherita no le importó que Filippo ya estuviera casado e incluso acabara de ser padre del niño Romeo, sino que se entregó sin reservas en los brazos del rico veronés. Pasado un año, la joven Margherita quedó encinta fruto de la relación con Filippo, y esto precipitó una ruptura muy dolorosa. Despechada por este abrupto final, Margherita comenzó otra relación con el gran rival de Filippo Montecchi, el acaudalado viudo Enrico Cappelletti. La relación desembocó rápidamente en matrimonio, en un intento de la Broccia por ocultar su embarazo hasta que lo razonable fuera atribuir a Enrico la paternidad de la criatura. A partir de los desposorios, Margherita comenzó a utilizar su segundo nombre en lugar del que había sido habitual y todos en Verona la conocieron como Beatrice Cappelletti. Unos meses después, nacía la pequeña Giulietta.

Desconozco cómo el diario pudo terminar en manos de la joven Giulietta en aquellos breves días de matrimonio con Romeo, pero es fácil adivinar que el conocimiento de los hechos que en él se narran resultó ser demoledor para la joven esposa. Ignoro también cómo afectará todo este relato a la obra en que ya te hallas inmerso, pero he tratado de apresurarme para que tuvieras a tiempo una información tan importante. Con todo, mi buen William, confío en que sabrás resolver la trama de tal manera que no lleve oprobio sobre ninguna de las partes.

Dentro de pocos días tendrás contigo un nuevo envío de mi parte en que te adjuntaré el diario de Margherita Beatrice, la memoria de los gastos de mi estancia en Elsinor, a propósito de la investigación que me encargaste sobre el joven príncipe danés, y el informe correspondiente a ese asunto.

Te abrazo de todo corazón,
tu leal amigo y devoto colaborador

                    R.





per aspera ad astra

/ 27 abr 2023 /
"No echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen y volviéndose contra vosotros os despedacen".
                                             (Evangelio de Mateo, cap. 7, vers. 6)

Los griegos las llamaban margaritas (μαργαρίτης), aunque con la mención de esta palabra lo más corriente es que se piense en las flores. No tendría mucho sentido hablar ahora con detalle del proceso que lleva a la formación de las perlas, porque es algo muy conocido. Curiosamente, estas piedras preciosas no se extraen de ninguna mina (como las esmeraldas, los rubíes, los diamantes, los zafiros...), sino del interior de un ser vivo. Me asombró cuando de pequeñito me contaron eso de que una mota que se introduce en una ostra acaba convirtiéndose en una perla. Cuando soplaba el cierzo, recuerdo que muchas motas de polvo se me metían en los ojos y, todo lo más, me hacían lagrimear bastante. Imaginaba cada perla como una gran legaña redondita que les salía a las ostras, de tanto llorar a causa del dolor provocado por esa mota intrusa dentro de su concha, incapaces de quitársela. Poco a poco, iban cubriendo su aflicción con capas y capas de nácar, dando brillo y belleza a algo tan molesto. Per aspera ad astra: por el sendero áspero, hacia las estrellas. A nadie le gusta sufrir (exceptuemos a algunos masoquistas), no es deseable el sufrimiento. Pero sí que se puede decidir qué hacer con el dolor cuando se presenta implacable de visita. Incluso hay quien consigue fabricar perlas.

En los años vividos, he conocido varias perlas. Sencillas, hermosas. Con brillo natural, no deslumbrante, pero sí muy atractivo. Personas resilientes que se han sobrepuesto a la adversidad y me han servido como ejemplo, aunque muchas veces lo siga a gran distancia. No soy tan resistente al desaliento. Me llama la atención, empero, que últimamente las veo más apagadas que nunca. Quizás haya averiguado la causa...
Algunas leyendas nos han contado historias de personajes poderosos y extravagantes, como Cleopatra o Calígula, que disolvían perlas en vinagre para bebérselas o para elaborar salsas para los platos de pescado o de lo que fuera que terminara en sus menús. No sé cuánto hay de cierto en estas historias, pero sí que es cierto que el ácido acético del vinagre ataca al carbonato de calcio cristalizado de las perlas hasta disolverlas. Las perlas soportan muy mal los ambientes ácidos.
Y creo que esta es la causa de que tantas perlas estén en peligro de extinción. Después de soportar angustias, resulta que lo que se les hace insoportable son los ácidos, los espíritus avinagrados que tanto proliferan por doquier. Y sería una lástima que seres tan emocionalmente improductivos, tan parcos en buenos sentimientos, llegaran a conseguir que toda esta belleza perlífera que ilumina infinidad de vidas quedara arrasada para siempre. Diluida en un mortal baño de ácidos.




máquina del tiempo

/ 22 abr 2023 /

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Contemplo a los ancianos por la calle, caminando, sentados en un banco, esperando turno en cualquier ventanilla, en el mercado... y aprecio en sus rostros un gesto de seriedad natural. Quizás es que la incansable fuerza de la gravedad haya querido esculpir una mueca severa entre las arrugas del tiempo, quizás es porque sus semblantes desapuntalados encuentran descanso en esa áspera expresión que no les exige esfuerzo. ¿Es la seriedad a lo que estamos abocados en los años postreros de la vida? No lo sé.
Sin embargo, cuando una sonrisa emerge entre surcos que ya no conocen de formalismos ni de diplomacias, en medio de grietas que no se van a tomar el esfuerzo de fingir sentimientos que no existen, en ese momento sabes que el regocijo es auténtico. Y no encuentro nada más auténtico que cuando reflejan los destellos de júbilo de sus nietos. Ese centelleo es el testigo que se pasa la vida en su interminable carrera de relevos.

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Decía un joven:

- Los jóvenes esquivamos a la muerte en las guerras entre balas danzarinas, malgastamos nuestra vida en noches de insomnio y borrachera, despreciamos el peligro y arriesgamos lo que somos llevando al límite nuestros cuerpos y mentes.

Decía un anciano:

- Los ancianos esquivamos a la muerte en los hospitales entre arriesgadas cirugías, rescatamos trozos de vida entre medicamentos, píldoras e inyecciones, esperamos lo que está próximo con la serenidad de quien conoce el destino.

Vale, como sea. Pero tanto el joven como el anciano saben (por sentidos opuestos) que la vida no se puede ahorrar en este momento para poder vivirla más tarde, en un futuro del que se ignora su existencia.

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Un día, el hombre preocupado se marchó de su lugar. Los problemas crecían en su ciudad gris y cada vez necesitaba más y más huir de ese entorno opresor. Se escapó buscando lugares más agradables. Dejó atrás su presente y se adentró en parajes que le recordaban más a un idílico pasado que posiblemente nunca había vivido. Y allí quiso construir su futuro.
Al fin, llegó a un sitio que le cautivó. La hierba era más brillante, el sol lucía con otro color, la gente irradiaba alegría. La vida parecía mucho más sencilla, más satisfactoria.
Pasado el tiempo, el hombre preocupado descubrió que la hierba no era tan brillante, ni el color del sol era distinto al habitual, ni la gente era tan feliz. Al contrario, los problemas eran los mismos que en su gris ciudad.

El hombre preocupado sigue llevando su gris ciudad debajo de la piel. Y en cada nuevo destino, la ciudad gris vuelve a colonizar una etapa más de su peregrinaje sin sentido.

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Propuesta para viajar a un espacio-tiempo ya conocido:

········>  ventajas - accesibilidad al alcance de cualquiera, escaso requerimiento tecnológico, coste irrelevante
········>  inconvenientes - imposibilidad de alteración del tejido espacio-temporal, destino impredecible

procedimiento - estimulación sensorial, concentración mental

Anoche, cerraba los ojos y en completa calma escuché el murmullo del viento entre los árboles. Me di cuenta de que era el mismo sonido que ya había escuchado en otros lugares y en otros tiempos. Y hacia ellos me dirigí.
En la mañana, cerré los ojos y tranquilamente dejé que las fragancias del aire me transportaran a un lugar de la memoria evocado por idénticos aromas. Y pude revivir la intensidad de otros instantes sumergidos en las mismas esencias.
A veces, pareciera que la vida se va quedando a medio vivir por el camino... pero, sin necesidad de manipular neutrinos, ella misma nos reclama para retomar las experiencias que quedaron ancladas en la memoria por los anzuelos de los sentidos.

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año nuevo y todas esas cosas

/ 1 ene 2023 /
La diferencia real que hay entre un 31 de diciembre y un 1 de enero es la misma que existe entre un 24 de mayo y un 25 de mayo, o entre un 8 de octubre y un 9 de octubre. Podría seguir con más ejemplos así, pero para qué. Ya se entiende. Si esto que afirmo no parece cierto es por el "peso" que el calendario al que ya se está acostumbrado tiene en la mente colectiva. Si hubiera nacido y vivido toda mi vida en China, estaría esperando hasta el 22 de enero (del calendario gregoriano) para comenzar el año. Y el año pasado lo habría hecho el 1 de febrero. Si fuera musulmán, el año nuevo no habría empezado hoy, sino el pasado 15 de diciembre (también del calendario gregoriano). Si fuera... (etcétera).
Lo que es cierto es que la Tierra va girando sobre su propio eje, que también va dando vueltas alrededor del Sol y que la Luna va dando vueltas a la Tierra. Y, basándose en eso, la gente decidió contar sus días y empaquetarlos en cajas para organizar sus tiempos: el de dormir y el de estar despierto, sueño y vigilia, las lunas nuevas, llenas, crecientes y menguantes, las estaciones (con sus fríos y calores, lluvias y secanos), las cosechas y las fiestas y pausas asociadas a todas estas cosas. Y como todo da vueltas, es difícil saber dónde empieza y dónde acaba algo que, en apariencia, siempre vuelve al mismo sitio, así que se marca un punto que podría estar aquí o allí. Por más importancia que se le dé a ese punto, la vida es la sucesión de todos los puntos, y ninguno es más importante que el otro. A priori. Luego, cuando se van usando los tiempos, eso ya es otro cantar.
Podría decir que mi nuevo año es el punto que coincide con el giro que me lleva a un punto que es un eco del punto en que comenzó mi existencia. Bien. Pero como no vivo solitario en este planeta, al final entre todos nos conformamos con un punto bastante arbitrario y que sirva también para la demás gente, un punto en el que decimos que ahí vuelve a recomenzar todo. Y fiesta. Y brindis. Y propósitos para el nuevo miniciclo. Año nuevo y todas esas cosas.

La ilusión es que algo sustancial cambia en ese punto arbitrario. Y digo "ilusión" como a quien le están haciendo un truco de magia, una trampa consentida. No hay tal cambio. Es el mismo cambio que hay entre un punto cualquiera y el siguiente, y los propósitos tendrán la misma validez que si se hacen un 29 de abril.
Hace tiempo me contaron la historia de un señor que tenía el bigote manchado de porquería. Él no lo sabía, solo sabía que todo le olía mal. Se fue a otro pueblo, a otra ciudad, a otro país, y todo le seguía oliendo igual de mal porque la porquería la llevaba siempre consigo en su bigote. Sí, ya sé, cualquier persona se habría limpiado el bigote hace tiempo, pero esto es solo un cuento: por favor, mira lo que señala el dedo, no te quedes mirando la punta del dedo. Lo que quiero decir es que no importa adónde vayas, a qué espacio o a qué tiempo, si tú sigues siendo el mismo no esperes ver cambios. Si entras en 2023 (o en el día que sea) con la misma actitud, con las mismas expectativas, con el mismo ideario que tenías en 2022 (o en el día anterior al que sea) entonces todo te va a oler igual de bien o igual de mal.
Creo que fue Mahatma Gandhi quien dijo aquello de que si quieres ver un cambio en el mundo sé tú ese cambio. Parece sencillo. Pues eso.

Feliz año nuevo y todas esas cosas.


fantasma

/ 14 nov 2022 /
En mi casa hay un fantasma. Y la única duda que he tenido al escribir esta frase estaba en el verbo, porque no sabía si utilizar haber, vivir, tener, merodear o cualquier otro. He descartado vivir pensando en qué tipo de existencia es la de los fantasmas: disuelta, evaporada, inconsistente. Y como no siento que sea de mi propiedad ni me siento responsable de sus andanzas, aunque esté en mi casa, tampoco he escrito tener. Merodear podría servir. Pero al final me he quedado con haber porque me resulta una forma más aséptica.
Quizás respondía esto a un deseo inicial. El deseo de que no fuera más que un asunto transitorio que, igual que sucede con un dolor de cabeza o con una tormenta repentina, después de pasado un tiempo se desvanece y se olvida.

Pero en este caso no ha sido posible llegar al punto sin retorno del olvido.
La primera vez que creí percibir al inquilino no invitado fue hace tiempo, en una de esas noches envueltas por el silencio del hogar. Mis ojos iban recorriendo con cansancio las palabras aparcadas sobre las páginas de un libro y comencé a sentirme arrullado por el sonido de lo que me parecía mi propia respiración, el entrar y salir del aire rozando el interior de la nariz, deslizándose al ritmo de una apacible cadencia, como si fuera el pulso de un fluido cuya propia vida entregara a quien lo inspira y lo exhala. Un sonido de calma, un grillo etéreo y sin prisa que frota sus élitros en la urdimbre de la noche. El efecto hipnótico se quebró al notar un desacompasamiento. Ahora, cuando mi nariz aspiraba el aire, mis oídos escuchaban la espiración, y en el momento en que soltaba el aire lo que oían era una inspiración. Perplejidad. Creo que dejé de respirar, pero el aire seguía produciendo el sonido de un hálito. Algo respiraba a mi lado.
Y esa presencia se hizo cada vez más presente en casa. A veces la escuchaba respirar, otras veces escuchaba su caminar arrastrando los pies, alguna vez un tropezón con un mueble, una luz que se enciende, una luz que se apaga, el crujido de una puerta que se abre o el de una puerta que se cierra, un ronquido en la noche, un tintineo de cubiertos en el plato durante una comida allá en la cocina mientras yo estoy acá en el salón. El soplo de un viento que no es viento. Un suspiro perdido, un lamento, un sollozo apagado. Una risa efervescente, un eureka jubiloso. Una espuma de emociones alrededor.
Día tras día, el espectro cautivo en casa, viviendo su extraña vida: un puzle al que le faltan piezas, un libro sin algunos capítulos ni final. Un trasto roto que no sabe adónde ir y me hace compañía.

Cansado de no ver nunca a mi constante huésped, me he decidido a capturarlo y estoy preparado para ser un capitán Ahab, "el viejo" Santiago en el mar o la diosa Artemisa si fuera necesario, qué sé yo. Quiero contemplar su rostro. Descubrir en él la veta de tristeza, el destello de esperanza en su frente o el desvarío en la mirada, y satisfacer de este modo mi curiosidad. Así que voy maquinando la trampa que revelará el oleaje de sus idas y venidas. Algo sencillo pero eficaz: un dispositivo oculto, algo que filme su figura. Y ya solo necesito paciencia. Mucha paciencia.
...

¡Y por fin lo tengo!
Está atrapado entre unos y ceros. El espectro es ahora un montón de bits enjaulados.
Pero no me apresuro, ya no me devora la curiosidad. Él sigue en la mazmorra electrónica, el nuevo hogar adonde lo he trasladado, y yo ya no me atrevo a mirar más allá de los barrotes de su celda. No lo necesito. Quizás porque ya sé (creo que siempre lo supe) que la imagen que me mostrará la grabación no es más que mi propia imagen.
Yo soy el fantasma que hay en mi casa.

Nada de ti, nada de mí.
Una brisa sin aire soy yo.
Nada de nadie.

                              - Evangelina Sobredo aka Cecilia


la serpiente

/ 6 oct 2022 /
Una de las historias más antiguas de nuestro pueblo relata cómo todas las personas vivían en una aparente armonía en el principio de todas las cosas y cómo las diferencias eran entendidas como una bendición de la naturaleza en su propósito de enriquecer a todas sus criaturas. Igual que la variedad de plantas y animales en la jungla es la mayor riqueza que atesora -al tiempo que sostiene su equilibrio-, o que la variedad de los frutos en la cosecha es la felicidad de los campesinos en las fiestas, o que la diversidad de los miembros, tejidos y vísceras del cuerpo es lo que permite un maravilloso funcionamiento del organismo. Pero los ancianos y los sabios recelaban. Ellos vaticinaron la desgracia que sobrevendría mientras escudriñaban en el cielo los jirones de nubes, hilachas oscuras casi imperceptibles que se elevaban desde los poblados. Cada resentimiento, cada prejuicio, cada conflicto aletargado, cada asechanza, cada menosprecio y cada soberbia ardían en las hogueras de las habitaciones de las gentes y su humo sutil iba engordando la tormenta que se avecinaba.

Sucedió al fin que la atmósfera se cubrió de nubes tan espesas y tan lóbregas que parecía que la misma noche se hubiera adelantado sin ser anunciada. Entonces se desató la lluvia durante tres jornadas, sin descanso hasta que el cielo volvió a mostrar el brillo de sus días luminosos. La oscuridad extemporánea había cesado. Pero, desde las montañas circundantes, el agua de las lluvias encontró los cauces para descender hasta los poblados y separar las moradas a uno y otro lado del río que fue creando. Ese río se cubrió de escamas y se transformó en una serpiente terrible que atacó a las multitudes de una y de otra orilla, envenenando a unos contra otros. Se desplazó por todo el territorio, retorciéndose y agitándose, sembrando su peste entre la humanidad, devorando y destruyendo, separando lo que desde el principio había permanecido hermanado.

La serpiente siguió creciendo y alargándose. Viajó hasta alcanzar todas las tierras, todos los continentes. Siguió dividiendo pueblos y distanciando a gentes, siguió envenenando, enfrentando y asolando.
Cuando terminó la Era del Agua, llegó el momento en que las personas se sometieron al dominio de la serpiente y se acostumbraron a su presencia. Y comenzó la Era del Viento. Y el nombre que nuestro pueblo dio a la serpiente fue «Frontera».


 
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