Sucedió justo antes del confinamiento provocado por un virus que nos puso en jaque, allá en el cercano-lejano mes de febrero de 2020. A mitad del mes a mi padre se le escapó la vida que aún le quedaba. Y lo digo y me siento engullido por las fauces del tiempo hasta un punto remoto en su sinuosa línea, como si fuera otra persona quien se materializara allí, con otros temores, otras angustias, otras preocupaciones, otros pensamientos, otras asfixias... Lo recuerdo como en la piel de otro que ya no soy, aunque sigo habitando esa misma piel.
En aquella piel me puedo ver contemplando las cenizas de mi padre. Después del funeral, mi padre fue incinerado según había sido su deseo cuando aún tenía consciencia para formular deseos. Y con la amenaza ya en ciernes de lo que estaba por sobrevenir en aquellos días del año 2020, liquidados algunos trámites del fallecimiento, igual que había quedado liquidado el núcleo familiar con el que había transitado mi infancia y adolescencia, me despedí de mi madre en su casa y yo me volví a la mía, a mil kilómetros de allí, llevándome conmigo la urna con las cenizas de mi padre. Todavía no sabía qué iba a hacer con ellas. Pero cualquier plan iba a quedar pronto interrumpido por el confinamiento, así que la urna se quedó en el vestíbulo de mi casa, como un objeto más del hogar.
Alguna vez, en la soledad de los días de reclusión forzada, me daba por coger la urna, abrirla y contemplar las cenizas. Siempre me sorprendía la misma sensación y el mismo pensamiento: Este no es mi padre, aquí no está mi padre. Nunca sentí que aquellos fueran sus restos. Si algún rastro había quedado de él en el mundo, desde luego no estaba en esas cenizas.
En cambio, en otros momentos, en las horas silenciosas de tantas madrugadas de insomnio que se amontonaron en los meses de confinamiento, echaba mano de una caja. Era una caja de farias de las que tenía mi padre y donde guardaba alguna de sus pertenencias. Me las había traído a mi casa cuando vaciamos su piso, antes de la venta. En el conticinio, cuando el silencio de la noche era tan intenso que solo se podían escuchar los propios pensamientos, me sentaba con esa caja, la abría, y allí estaban: un chisquero de mecha, una regla de cálculo, unos lápices, un par de fotos viejas en blanco y negro que habían amarilleado, una medalla del ejército... Y allí sí que estaba mi padre, en esas cosas. Fundido en el espíritu de las cosas, su espíritu en sus cosas. Y no podía evitar que en ese silencio alguna lágrima se despeñara con estruendo, después de inundar el párpado hasta el borde de la mejilla.
A través de esos objetos llegaba a comprender que se había ido, pero que de alguna forma también seguía conmigo, que permanecería siempre junto a mí en mis recuerdos. Y también sé que yo algún día me iré, aunque quiero permanecer junto a quienes me apreciaron y me quisieron a través de los buenos recuerdos que ahora, en este tiempo, se me ha concedido poder ir sembrando en sus vidas.
[Desde hace un par de años, las cenizas de mi padre reposan junto a los restos de mis abuelos, en su aldea natal, a unos veinte kilómetros de aquí]
[Pero sé que él no está allí]