otra vez explorando terra incognita ubi sunt leones

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Antes se escribían cartas. Las personas que vivían alejadas se contaban cosas de sus vidas escribiéndolas en hojas de papel, metiendo esas hojas en sobres, poniendo sellos en esos sobres y confiando en que, más pronto o más tarde, un servicio postal las hiciera llegar hasta el destinatario que figuraba en el anverso. Al ser un medio más lento (desesperantemente lento en ocasiones) que los posteriores mensajes de soporte electrónico, podría decirse que las cartas sirvieron para alimentar tanto las ilusiones como la paciencia de varias generaciones. Guardo buenos recuerdos de aquella época de carteo. Tuve un amigo que vivía a cientos de kilómetros y que me enviaba rollizas cartas llenas de dibujos que él mismo hacía. Eran cartas-historieta muy divertidas. Otro amigo que vivía a cientos de kilómetros en otra dirección me enviaba, en cambio, cartas que me parecían pequeñas joyas literarias. Devoraba con enorme admiración las seis o siete páginas que me solía enviar cada vez que me escribía. No muchas veces, pero sí muy celebradas. Y mientras un amigo iba realimentando mis ganas de dibujar, convirtiéndolas en ilustraciones y láminas a las que me dedicaba casi a diario, el otro amigo iba poniendo su parte, sin siquiera sospecharlo, en mis deseos de escribir alguna vez algo que considerara digno de ser leído.

Pero, ¿cuál era el gran obstáculo que se interponía entre ese deseo de escribir y las páginas llenas de frases que no acababan de salir de mi cabeza? Con el paso del tiempo, algunos de mis profesores en el instituto y después en la universidad llegaron a dedicarme elogios (sorprendentes para mí) por la buena redacción, claridad en la exposición y organización de las ideas en muchos de mis trabajos. Hasta ahí bien. Pero por otra parte, mi novia de aquellos años, con la que después estuve casado, me decía que algunas de mis cartas le parecían impersonales. Muy bien escritas, quizás demasiado bien, pero impersonales. Supongo que en ese punto se podría estar desvelando la naturaleza del obstáculo. Para mí era más sencillo escribir un texto explicando la mitosis de las células eucariotas o las influencias de la producción industrial en la arquitectura del Movimiento Moderno, que un escrito donde derramara mis emociones en el desconsuelo de un adiós o intentara explicar lo que me evoca un atardecer ambarino y tibio del otoño más temprano. Aventurarme en esos experimentos literarios es algo que ya quedaba fuera de mi zona de confort.

¡Ah, el temor a lo desconocido! Igual que los antiguos cartógrafos señalaban las tierras inexploradas como habitación de monstruos peligrosos y rotulaban sobre ellas leyendas como Hic sunt dracones ("aquí hay dragones") o Terra incognita ubi sunt leones ("región desconocida donde viven los leones"), me ha parecido oportuno titular este blog con esas mismas palabras. Mi anterior experiencia sirvió para adentrarme por primera vez en la región de las fieras... y para convivir con el terror de convertirme en alguien semitransparente. Semitransparente, porque una parte de mí sigue manteniéndose opaca. Es mi naturaleza.
Empecé a escribir por accidente... decía. Y así fue: por la sencilla pero incontenible necesidad de expresar esos sentimientos que hervían en mi interior. Aquí estoy de nuevo, en esa tierra desconocida habitada por monstruos, mis monstruos. Aquí seguiré, hasta que me canse de escribirme cartas a mí mismo.


 
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