fantasma

/ 14 nov 2022 /
En mi casa hay un fantasma. Y la única duda que he tenido al escribir esta frase estaba en el verbo, porque no sabía si utilizar haber, vivir, tener, merodear o cualquier otro. He descartado vivir pensando en qué tipo de existencia es la de los fantasmas: disuelta, evaporada, inconsistente. Y como no siento que sea de mi propiedad ni me siento responsable de sus andanzas, aunque esté en mi casa, tampoco he escrito tener. Merodear podría servir. Pero al final me he quedado con haber porque me resulta una forma más aséptica.
Quizás respondía esto a un deseo inicial. El deseo de que no fuera más que un asunto transitorio que, igual que sucede con un dolor de cabeza o con una tormenta repentina, después de pasado un tiempo se desvanece y se olvida.

Pero en este caso no ha sido posible llegar al punto sin retorno del olvido.
La primera vez que creí percibir al inquilino no invitado fue hace tiempo, en una de esas noches envueltas por el silencio del hogar. Mis ojos iban recorriendo con cansancio las palabras aparcadas sobre las páginas de un libro y comencé a sentirme arrullado por el sonido de lo que me parecía mi propia respiración, el entrar y salir del aire rozando el interior de la nariz, deslizándose al ritmo de una apacible cadencia, como si fuera el pulso de un fluido cuya propia vida entregara a quien lo inspira y lo exhala. Un sonido de calma, un grillo etéreo y sin prisa que frota sus élitros en la urdimbre de la noche. El efecto hipnótico se quebró al notar un desacompasamiento. Ahora, cuando mi nariz aspiraba el aire, mis oídos escuchaban la espiración, y en el momento en que soltaba el aire lo que oían era una inspiración. Perplejidad. Creo que dejé de respirar, pero el aire seguía produciendo el sonido de un hálito. Algo respiraba a mi lado.
Y esa presencia se hizo cada vez más presente en casa. A veces la escuchaba respirar, otras veces escuchaba su caminar arrastrando los pies, alguna vez un tropezón con un mueble, una luz que se enciende, una luz que se apaga, el crujido de una puerta que se abre o el de una puerta que se cierra, un ronquido en la noche, un tintineo de cubiertos en el plato durante una comida allá en la cocina mientras yo estoy acá en el salón. El soplo de un viento que no es viento. Un suspiro perdido, un lamento, un sollozo apagado. Una risa efervescente, un eureka jubiloso. Una espuma de emociones alrededor.
Día tras día, el espectro cautivo en casa, viviendo su extraña vida: un puzle al que le faltan piezas, un libro sin algunos capítulos ni final. Un trasto roto que no sabe adónde ir y me hace compañía.

Cansado de no ver nunca a mi constante huésped, me he decidido a capturarlo y estoy preparado para ser un capitán Ahab, "el viejo" Santiago o la diosa Artemisa si fuera necesario, qué sé yo. Quiero contemplar su rostro. Descubrir en él la veta de tristeza, el destello de esperanza en su frente o el desvarío en la mirada, y satisfacer de este modo mi curiosidad. Así que voy maquinando la trampa que revelará el oleaje de sus idas y venidas. Algo sencillo pero eficaz: un dispositivo oculto, algo que filme su figura. Y ya solo necesito paciencia. Mucha paciencia.
...

¡Y por fin lo tengo!
Está atrapado entre unos y ceros. El espectro es ahora un montón de bits enjaulados.
Pero no me apresuro, ya no me devora la curiosidad. Él sigue en la mazmorra electrónica, el nuevo hogar adonde lo he trasladado, y yo ya no me atrevo a mirar más allá de los barrotes de su celda. No lo necesito. Quizás porque ya sé (creo que siempre lo supe) que la imagen que me mostrará la grabación no es más que mi propia imagen.
Yo soy el fantasma que hay en mi casa.

Nada de ti, nada de mí.
Una brisa sin aire soy yo.
Nada de nadie.

                              - Evangelina Sobredo aka Cecilia


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