Hubo un día de su vida que duró muchas décadas, pero ella pensó que durante muchas décadas se había repetido el mismo día. Los ritmos y los ritos. La compleja simplicidad de la vida solidificada que también había coagulado su ánimo.
Tenía miedo de los cambios. Deseó ser piedra.
Constante.
Tan solo era un ave desbocada que galopaba salvaje.
Fugaz.
Entonces se rompió el tiempo y aconteció el eclipse de soledad. Algo había cambiado aquel día. Algo se había derretido. La armonía dejó de ser, se deshizo el compás como se deshace el hechizo para quien descubre el truco.
Metamorfosis.
Cosas nuevas, cosas viejas. Todo al mismo tiempo.
Sus ojos se llenaron de pequeños fragmentos de sol y los párpados, cargados de luz, le pesaban.
El cielo estalló en naranja. La tierra quedó en silencio.
El aire latía.
Ella se congeló en ámbar, con el corazón en paz.
Ya no había nada que la atormentara.
Había soñado sueños, había vivido vidas.
Y había desembocado en el océano.
Se enamoró del amor.
Besaba besos
y acariciaba caricias.
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