levedad

/ 4 ago 2016 /
Se pasó el mes de julio como se pasa la sombra del campanario sobre las baldosas de la plaza mayor del pueblo en una tarde de verano. Sin hacer ruido en su derrotero, hasta que los grillos comienzan a anunciar el crepúsculo. Se pasó el mes de julio en la guarida de los dragones sin dejar ni una sola huella, ingrávido, con esa misma levedad que me ha contagiado a mí mismo (¿o fue al revés? ¿habré sido yo quien infectó al primer rebaño de días estivales?).
Estuve pensando, en este primer zarpazo al mes de agosto, qué pasaría si me dedicara a escribir algo cada día. Por poco que fuera. Un par, tres o cuatro párrafos breves, unas líneas apenas, sobre cualquier asunto del día, de la semana, de la vida, del pasado reciente o lejano, de lo imaginado o por imaginar, de lo soñado o por soñar. Estuve pensando qué removería ese esfuerzo, qué inercias cambiaría. Estuve pensando también que nunca he sido tan organizado ni constante como para ponerme a la tarea. Navego en liviana embarcación sobre un mar de levedad. Ese es mi sino.

Pensaba, empero, en ese bosquecillo de días tapizados de párrafos, aquí y allá, y en la sombra amena que ofrecerían las frases en sus ramas.
Pensaba, mientras la levedad me sigue llevando con su parsimonia hacia la fisura.


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