casandra

/ 18 jun 2015 /
Los antiguos relatos de leyendas y de mitos pretenden contar historias de personajes remotos en épocas remotas. Héroes destacados, hazañas únicas e irrepetibles, el origen de las cosas, el sentido de la vida... Puede que nada más lejos de la realidad. Los antiguos relatos de leyendas y de mitos parecen contar, en cambio, asuntos cotidianos de personas de a pie, insospechadamente próximas, e incluso de alguien tan cercano como lo es uno mismo. Una lectura en perspectiva revelará a muchos protagonistas de aquellas narraciones en la figura de un conocido, un familiar, un vecino, alguna figura prominente de la comunidad, el tendero de la esquina, la profesora de la universidad, el barrendero del parque, la cajera del banco, el estudiante de matemáticas, el mecánico, el cartero... o la persona que aparece en el espejo cada mañana.
En las extravagantes historias que han legado, por ejemplo, los autores griegos de la antigüedad, pulula un panteón de divinidades caprichosas, cargadas de defectos y dominadas por pasiones más propias de lo humano que de lo divino, y que no son sino las representaciones de ese otro panteón de tipos normales que habita los edificios y las calles de cualquier gran ciudad del planeta.
Nada nuevo bajo el sol.

Me he encontrado meditando numerosas veces en vicisitudes de aquellas viejas historias solo con echar una ojeada a las noticias publicadas en no importa qué periódico de la actualidad. Un diario tomado al azar de cualquier quiosco sería un guión perfecto para que un Eurípides, un Sófocles o un Homero, incluso un Aristófanes, por qué no, se pusieran las botas con estrambóticas peripecias de héroes y dioses de tres al cuarto.
En particular, llevo una temporada acordándome de Casandra.
Casandra fue una princesa troyana. Era hija de Príamo y de Hécuba, reyes de Troya, y sacerdotisa de Apolo. Según se cuenta, parece ser que hizo un pacto con Apolo, de modo que este le concedería el don de la adivinación y ella consentiría someterse a los deseos lujuriosos del dios. ¿No resulta conocido? El jefazo salido que abusa de su poder para cepillarse a una subordinada. Empero, después de recibir el don, Casandra se echa atrás y deja al dios con un palmo de narices. Apolo toma venganza y lanza una maldición sobre Casandra, de modo que seguirá teniendo el don de prever los acontecimientos, pero nadie creerá jamás sus vaticinios. En principio no parece tan grave: no ha habido despido fulminante pese al incumplimiento de contrato y la maldición puede ser llevadera. Pues no. La pobre Casandra acaba de los nervios. Debe de ser muy desesperante contemplar la destrucción de Troya antes de que suceda, advertir a tus conciudadanos, y que estos se lo tomen a guasa y digan que estás loca. Solo hubo uno que estuvo en la misma onda que Casandra. Fue Laocoonte, quien, cuando se debatió qué hacer con el enorme caballo de madera que los aqueos habían dejado aparcado a las puertas de la ciudad, soltó aquella conocida frase: Timeo Danaos et dona ferentes (Temo a los griegos incluso si traen regalos). Fue inútil. Nadie creyó las advertencias de los profetas de la fatalidad. Todo lo contrario: albricias, los griegos se han retirado, empieza lo bueno. Y además, como a los dioses les iba la marcha, la resistencia de Laocoonte terminó con este y sus hijos devorados por serpientes. Era la confirmación de que Laocoonte y Casandra estaban contra los dioses y nada sabían de sus sabios y benéficos designios. Los inconscientes troyanos rompen la muralla para introducir el caballo y el resto de la historia es más que conocido. Fin.
Le pasaron más cosas a esta muchacha, ninguna de ellas venturosa sino todo lo contrario, hasta su asesinato a manos de Egisto y Clitemnestra, en otro de esos episodios truculentos de los mitos griegos.

La desgracia de Casandra dio lugar posteriormente a la expresión "síndrome de Casandra", síndrome ficticio que trata de describir el fatalismo que padecen todos aquellos visionarios a quienes no queda más remedio que contemplar resignados el desastre que arrolla todo a su paso, sin poder impedirlo a pesar de haberlo anticipado, por la incredulidad de sus prójimos. El síndrome de Casandra consiste en sentirse solo en las propias apreciaciones, en desgañitarse en advertencias, en darse cabezazos contra la pared ante la sucesión de eventos, en ser tachado de loco a pesar de todo y en contemplar el desastre aplastado por la impotencia.
Lo dicho: nada nuevo bajo el sol.


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