Me descubro a mí mismo contemplando absorto, durante largo tiempo, cómo la luz baña un pavimento, un muro descarnado o cualquier objeto, ya sea al aire libre o también en el interior de un edificio. La forma que tienen las superficies de impregnarse de luz, sea suave, sea dura. El color de la atmósfera, el tono particular de las horas del día, el ángulo de las sombras, los reflejos e incluso los matices de las zonas oscuras. Es fascinante. Y creo que no debería existir ningún ser vivo sobre este planeta que no quedara fascinado con el juego de la luz.
Echando la vista atrás, me doy cuenta de que no solo los científicos han dedicado empeño a estudiar la luz, su naturaleza, su velocidad, su constancia en un universo relativista, sino que también los artistas se han empleado a fondo tratando de describirla, con palabras, con imágenes, con formas, con sensaciones.
En Vers une architecture, de 1923, Le Corbusier había escrito: "La arquitectura es el juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes ensamblados bajo la luz (...) los cubos, los conos, las esferas, los cilindros o las pirámides son las grandes formas primarias que la luz revela bien (...) Es la condición esencial de las artes plásticas". Entre los años 1891 y 1894, Claude Monet pintó varios lienzos de la catedral de Rouen, captando a distintas horas del día y con diferentes atmósferas ese juego sabio, correcto y magnífico sobre la portada de aquel templo francés. El resultado es espléndido.
No sé si es por el repentino fulgor de estos días que mi atracción por la luz ha aumentado. Y no identifico a la luz con el sol en todo su esplendor, aunque sea esta vecina estrella la principal fuente de iluminación, la que produce la más hermosa, exquisita y cautivadora luz que se puede percibir en la tierra. Es más que eso. Es también el filtro del aire, del cielo, de sus partículas, de las nubes, de los propios objetos que se interponen creando sombras y penumbras que también contienen parte de luz. Es toda esa maravilla de matices que dan tinte, textura, materia, densidad... lo que sea, a la avalancha de fotones que parten del centro de nuestro sistema solar hasta los confines del universo, pasando por el hogar de los humanos.
He recordado lo difícil que es describir con palabras ese prodigio cotidiano, pero sin caer en lo farragoso. Es difícil expresarlo sin que uno mismo se dé cuenta de que sobran muchas palabras, de que hay retórica innecesaria, fatigosa, sin notar que se pierde el efecto de algo tan sencillo en un exceso de complicación superflua. Y recordando esa dificultad (que, en mi caso, considero ya incapacidad), he recordado también un post que leí hace unos meses, apenas comenzado el invierno. A finales de diciembre, Juan Abreu, el escritor y pintor cubano exiliado en España, escribía esto en su blog personal, Emanaciones (es la estampa nº 1964):
Esta fría mañana que hoy ocupo tiene nubes flacas que de rato en rato se abren y dejan pasar una luz lentísima que da en el limonero y después cae al jardín y rueda por el césped y pasa junto al olivo y va perdiendo impulso hasta quedar al borde del agua. Yo la miro desde la cocina mientras preparo el desayuno y es veintiséis de diciembre.
Y esta mañana también hará diez minutos nos pusimos a bailar aquí mismo en la cocina una canción de Navidad cantaba Tony Bennett y abrazados en el firmamento que se abrió de repente a nuestros pies giramos dulcemente entre la música e inmersos en esa luz lentísima de la que les hablaba.
¿Podría expresarse de un modo más hermoso?
En fin. Y recordando este post, he recordado también que, habiéndome dejado desnudo, poniendo al descubierto mis ganas de escribir pensamientos condensados en relatos breves y mi deseo de aliviar esa ansiedad, ese anhelo, ese apetito, esa comezón, fueron estas mismas palabras del post de Abreu un grito impetuoso en mi mente, una llamada poderosa que me impulsó a abrir el blog de la región de los dragones.
Pero esa es otra historia.
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