epílogo

/ 30 mar 2015 /
La palabra del título es una de esas palabras que yo considero muy poderosas. No quiero decir que tenga poderes mágicos, aunque sí es capaz de desactivar tempestades, apaciguar huracanes o amortiguar terremotos. Es sedante a la vez que mantiene una cierta tensión antes del final definitivo. Prepara el ánimo para una calma resolución. También incita a una dosis de nostalgia por una inminente separación después de un largo camino recorrido en buena compañía.

No es una mañana del día de navidad o de reyes, no trae regalos anhelados. No es un último comienzo. No es un océano de postreras ilusiones.
Es una breve etapa de extinción, la última respiración de la candela que se apaga. Aún antes de eso, es una pausa entre dos mundos, un abismo abierto de la forma más apacible en el filo de una hoja de papel, entre la agitación de un desarrollo que ha sacudido hasta la última entraña y, por otro lado, la playa solitaria, casi invernal, de brumosa luz, en cuya fría arena las olas fatigadas van dando agónicos lametones. Es un sosiego pactado, la tregua en medio de una batalla inconclusa que, quizás, se da por perdida en busca de la victoria pírrica del terminal sorbo de paz.

Unos pocos párrafos más, que se recorrerán más pausadamente a toda prisa (¡la eterna paradoja!), agotado ya el ritmo trepidante de los últimos capítulos. Se transitarán con los ojos melancólicos, con el corazón algo encogido. Empero, con la piel desplegada y la mente desatada para absorber las partículas residuales de los fundamentos, de las justificaciones, de los orígenes, del viaje real, de la escena final: La esquiva razón de ser, el sentido del viaje, el beso que se dan el pasado y el futuro, la caricia de la memoria y de la expectativa, todo ello con un pañuelo en la mano, para enjugar una lágrima y para ondear un adiós.




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