asíntota

/ 18 mar 2015 /
Sucedió, hace tres días, que compré un libro en una tienda de libros usados. Es una tienda que he visitado varias veces y siempre con una rara mezcla de sentimientos. Cualquier tienda de libros, sean nuevos o usados, se me aparece como un universo preñado de miles de otros universos, un lugar lleno de puertas que conducen a los lugares más insospechados y maravillosos del espacio-tiempo. Empero, una tienda de libros usados me tiene la atmósfera de un orfanato, habitación de criaturas abandonadas por sus primeros padres y esperando ser adoptadas por unos nuevos. ¿Qué tipo de accidente lleva a alguien a deshacerse de un libro? También pueden ser estas tiendas como un gran salón donde casualmente concurren las que fueron novias de otros hombres, o sus esposas, o sus amantes, que un día fueron queridas, abrazadas con pasión, alabadas por su hermosura, para pasar después, perdido el encanto, a ser olvidadas y apartadas. Quizás sea yo quien se enamore ahora de una de ellas, redescubra su atractivo, sucumba a la seducción y reviva antiguas aventuras hechas nuevas. Al margen de tales personificaciones y sensaciones añadidas, recuerdo haber estado husmeando largo tiempo entre los muchos libros del local. Unos muy bien conservados, como si fueran nuevos. Otros, en cambio, presentaban un aspecto envejecido, ya fuera por uso intenso o por desidia de sus antiguos dueños. Otros se diría que polvorientos, como si hubieran acumulado partículas y retazos de sus varias vidas vividas. Y también había otros libros cuyas páginas, seguramente de un blanco impoluto cuando salieron de la imprenta, ahora ofrecían al lector un tono ceroso. Había un motivo más para demorarse: la sinfonía de aromas. No es que pudiera decirse que todos esos olores fueran agradables en la nariz, pero no dejaban indiferente. Era una forma de olisquear el tiempo, otras eras, otras historias, otras aventuras... invitaciones fragantes para asomarse a ventanas de otros mundos.
En fin. Después de rebuscar largamente y sintiéndome como perro de caza al acecho de una presa, tuve la impresión de que, aunque mi búsqueda era azarosa, sabía que iba a encontrar exactamente el libro que parecía que me estaba llamando entre todos los demás. Así fue. Era un tomo bien encuadernado, un libro de poemas deliciosos de un autor al que apreciaba con devoción. En una ocasión tuve un libro como este, pero no recuerdo cómo lo extravié. ¿Se lo había prestado a alguien que olvidó devolvérmelo? ¿Acaso fue en una mudanza, que el volumen cobró vida y saltó de la caja para vivir su propia vida independiente? ¿En un viaje? No lo sé. Empecé a echarlo de menos un día, de repente, y dudo que alguna vez llegue a saber qué fue de mi libro. Con este pensamiento, temí que el libro usado se me escapara como se me escapó el otro. No lo iba a permitir. Lo agarré entre mis manos, me lo llevé hasta la caja, pagué y me lo metieron en una pequeña bolsa de la que no salió hasta que llegamos ambos a casa.

Una vez me puse cómodo en casa, tomé el libro y lo hojeé un poco más que en la tienda. Allí tuve tanta prisa por hacerlo mío que apenas lo había abierto por una media docena de páginas al azar. Después del ritual de palpar el corte delantero del libro, haciendo pasar rápidamente todas las páginas por la yema del pulgar, abrí la cubierta y descubrí una dedicatoria manuscrita en la anteportada, debajo del título del libro. En una caligrafía sobria y muy legible, de gráciles trazos, podía leerse:

                                                                                                     A quien me ha llevado
                                                                   mucho más allá de lo que jamás
                                                                   hubiera podido soñar,
                                                                                         te amo.
                                                                                                           Mila

Me causó gran impacto este encuentro inesperado. De repente, aun sin haber comenzado la lectura, me había convertido en un intruso en mi propio libro. Fue una idea que se acabó amortiguando con el paso de las páginas, sin llegar a desvanecerse por completo. Al final de un poema, advertí un ruido de fondo en mi mente y no era otra cosa que pensamientos furtivos acerca de quién sería la tal Mila y quién sería el destinatario sin nombre de su dedicatoria y por qué extraño azar ahora había pasado yo a ser un vértice en un triángulo con otros dos desconocidos.

Durante un par de días dediqué todo mi tiempo libre y algo del tiempo no-tan-libre a saborear las páginas del libro. Era volver a degustar una comida que ya había comido, pero que me sabía algo diferente. Cada vez que releo un libro me suele pasar lo mismo: el que fui cuando lo leí por primera vez dejó de existir y se transformó en otro, de manera que una mente distinta percibe un libro también distinto. La sensación es que ha cambiado el libro, pero en realidad la magnitud del cambio es la forma de calibrar cómo y cuánto se ha transformado el lector. Sea lo que sea, en el segundo día de lectura encontré entre las páginas del libro una tarjeta que había quedado incrustada como si fuera una pequeña página más, y así había permanecido desapercibida desde que alguien la olvidara ahí mismo. La tarjeta, de un tamaño algo menor que una típica tarjeta de visita, no parecía elaborada en una imprenta, sino que tenía un aspecto algo más casero: por el corte, por el poco habitual gramaje y tipo de papel empleado para esta clase de tarjetas, pero también por la impresión, que revelaba haber utilizado una impresora de uso corriente. Ese pequeño rectángulo de cartulina color marfil traía escrito un nombre, una dirección y un número de teléfono, con un tipo de letra agradable y todo muy bien compuesto en un diseño sencillo a la par que elegante. La tarjeta me había resultado atractiva por todos esos detalles y, sin embargo, fue el nombre escrito lo que más despertó mi interés. Milagros Azara Lenoir. Me pareció lo más normal asociar este nombre al de la persona que firmaba la dedicatoria de la anteportada. Mi imaginación había volado el día anterior y ahora tenía datos para dar rienda suelta a mi curiosidad.
Pensé que podría ser un arranque llamar por teléfono, aunque no terminaba de ver claro el pretexto que me permitiría iniciar una conversación en que yo no pareciera alguien entremetido en exceso. "Tengo un libro que usted regaló a alguien que seguramente apreciaba mucho. Quizás quisiera usted recuperarlo". Hummm... a priori podría servir. Luego ya se vería.
Marqué el número. Una voz algo metálica me dijo que el usuario se había dado de baja. Por un instante me sentí aliviado. Y el alivio dio paso enseguida a la insatisfacción. Había que probar otro método. Tenía la dirección. No quedaba demasiado lejos del lugar donde trabajo, así que al día siguiente no me resultaría difícil sacar un poco de tiempo y acercarme hasta el sitio que decía la tarjeta.

Así lo hice. A mediodía y con el libro debajo del brazo, me planté en el edificio sintiéndome algo estúpido y con el corazón latiendo apresurado.
Marqué el piso en el portal y al poco rato respondió una voz de mujer:
- Hola, ¿quién es?
- Hola. ¿Eres Milagros Azara? Traigo algo que fue tuyo y es posible que lo quieras recuperar.
- No, no soy Mila. Ya no vive aquí. ¿Eres un amigo? ¿Qué traes?
- Es un libro. ¿Puedes decirme dónde vive ahora?
- (después de un silencio que me pareció algo prolongado) Será mejor que subas.
Me desconcertó la respuesta después del largo silencio, pero como el ruido de timbre en la puerta indicaba que ahora podía abrirse, eso hice.
En el piso me recibió una mujer joven, su trato era amable y parecía simpática, aunque también algo nerviosa. Se presentó como Laura y muy pronto descubrí que su nerviosismo se debía a que le resultaba bastante doloroso dar la noticia que tenía que darme.
- Verás... Mila murió hace algo más de medio año en un accidente de tráfico. No sé qué relación tenías con ella, si érais buenos amigos o qué. Lo que me parece raro es que no te hayas enterado hasta ahora. ¿Habíais perdido el contacto?
- Oh, no. Lo cierto es que no conozco a Mila de nada.
La cara de sorpresa de Laura me hizo sentir un extraño inoportuno en un asunto que me era completamente ajeno. Creo que en verdad es lo que estaba siendo. Pero ahora ella se mostraba curiosa.
- ¿Entonces?
- Entonces... es que el otro día, esta misma semana, compré este libro en una librería de libros usados. Mira la dedicatoria. Y también había esta tarjeta dentro. Es su nombre y es tu dirección. No sé qué me ha impulsado a venir hasta aquí y traerle el libro a Mila... Es como si este libro no me perteneciera y yo no debería tenerlo. Suena bastante ridículo, lo sé.
- Ah, sí. Este libro. Ya me acuerdo...
Laura me contó que Mila había comprado ese libro para su novio. Lo sabía porque estaba acompañándola en la librería cuando vio el volumen de poemas y lo escogió para él. No sabía cómo había acabado la tarjeta ahí, pero como Mila y Laura habían compartido piso durante una temporada, le parecía normal que mis pesquisas me hubieran llevado hasta la que había sido la última residencia de Mila antes de que se marchara a vivir en otro lugar con su novio.

Laura sacó su teléfono móvil para enseñarme unas fotos guardadas en un archivo que nunca había borrado. En ese momento yo ya estaba viajando en otra dimensión. Notaba una especie de sudor frío, un mareo, una enajenación, un pinchazo en la mente, una sacudida... Escuché sonido de cristales rotos, olí la goma quemada, la gasolina, sentí con terror los hierros retorcidos incrustándose, el sabor metálico en la boca... Volví en mí por un instante y vi las fotos. Era ella. Otra vez ella, cuando estuvo en Florencia, lo recuerdo. Ella una vez más, aquí con Laura. Y en esta otra foto está ella conmigo.
Laura sigue hablando. No me reconoce, y no entiendo por qué. Me habla como a un extraño, aunque éramos buenos amigos. Cómo han cambiado las cosas... Ahora no sé dónde estoy. Me acerco vertiginosamente a mi antigua realidad, pero no llego a tocarla, por más cerca que estoy. Nunca podré tocarla. Lo sé cuando Laura, al ver la foto en que estamos Mila y yo juntos, tan sonrientes, tan preciosos, me dice:
- Mira, aquí está Mila con su novio. Se querían tanto... El día del accidente iban juntos en el coche... Fue un choque terrible... Murieron en el acto... Juntos hasta el final.


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