nada

/ 23 feb 2015 /
Todo era blanco en el sueño. Bajo los pies, una inmensa superficie nevada, o eso aparentaba aunque no se sintiera fría ni mullida. No se sentía de ninguna manera, solo blanca. Una alfombra blanca de nieve virgen, no hollada. En toda su extensión no aparecía ninguna sombra producida por alguna oquedad o surco o grieta, ni tampoco la mancha de alguna pisada furtiva que revelara que alguien había pasado antes por allí. El resto del espacio lo cubría una espesa niebla, blanca como el suelo. Hacia detrás, hacia delante, a los lados, arriba... niebla por doquier. Me parecía niebla, pero tampoco podría asegurar que lo fuera ni a qué distancia estaba de mi rostro. Esperé alguna señal, algún movimiento, alguna sombra que se formara entre la neblina, alguna figura que en esa masa blanca pintara un tono gris, cada vez más oscuro, hasta que emergiera de la blancura. Pero no. Quizás me había quedado congelado en el instante de un desvanecimiento, aunque sin haber experimentado el desapacible murmullo de voces superpuestas e ininteligibles. Pasó el tiempo, creo. Eso tampoco lo puedo asegurar, porque la falta de referencias no me permitía saber si el tiempo avanzaba, rápida o lentamente, si estaba detenido o incluso si transcurría hacia atrás. Los sentidos en hibernación. Ningún pensamiento, ningún recuerdo, ninguna fantasía. Nada.

Pánico, horror vacui, pesadilla. La razón hubiera negado que aquello fuera la nada. La nada tenía que ser negra, absolutamente negra, como un imperio de tinieblas y ojos ciegos. La razón sabe que el blanco es la suma de los colores visibles y que donde hay luz ya se ha desterrado la nada. Victoria sobre el vacío y punto de partida para la existencia. Pero la jurisdicción de la razón termina en la frontera donde se pasa de Vigilia a Sueño. Aquí las reglas son distintas. Aquí la nada puede ser blanca y seguir siendo nada. Lo blanco no implica la presencia de luz. Este plano de dimensiones desconocidas es un hogar de espectros pero sin espectros. Y yo no soy más que un visitante sin cuerpo, devorado por la nieve del suelo y la niebla del aire. Imposible sentir la textura de toda esa blancura indefinida, ni siquiera del aire que pudiera haber y que no soy capaz de respirar. No hay respiración. Una respiración ya sería un ritmo, una cadencia, una forma de surcar el tiempo en una dirección. Perdida la capacidad de pensar y también la capacidad de sentir otra cosa que no fuera la nada, blanca, inmóvil e infinita, perdido yo mismo en ella, en ese instante, o mil años después, o mil años antes, eso no lo sé, sucedió que me desperté del sueño.


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