Una vez me dijo que contemplar las nubes le hacía pensar en la fragilidad de todo lo que está debajo. Yo archivé esa idea y la rumié de cuando en cuando mientras observaba el cielo. Un día le dije que me parecía haber comprendido aquello de la fragilidad. Le dije que, de haber podido, ya los primeros humanos se habrían construido esa cúpula protectora si no existiera sobre sus cabezas. El sentimiento de fragilidad suele pasearse llevando de la mano a la necesidad de protección. ¿Qué sería de este pequeño mundo sin esa fina capa habitada por nubes, última frontera que lo separa de un vacío oscuro y gélido?
En los campos del pueblo de mis años mozos, qué placer era pasar los ratos de las tardes del verano tumbado y con los ojos puestos en el cielo. De cuando en cuando, el instante ganaba esplendor con algún sonido lejano de las campanas de la vieja iglesia, que una brisa ocasional hacía llegar anunciando el paso de los cuartos, las medias, las horas... Arriba, un azul intenso recortado por formas de algodón que querían ser rostros, personajes de cuentos, animales fantásticos, objetos insólitos o lo que la imaginación quisiera encontrar en aquellas graciosas masas de agua colgadas de la bóveda celeste. Era divertido leer las nubes como si fueran viñetas o blandos frisos esculpidos en la blancura. Una sucesión de historias con personajes cambiantes persiguiéndose unos a otros. Allí, algo que parece un mastín gigantesco corre tras una especie de cocodrilo. En menos de un minuto, el cocodrilo se va retorciendo y se produce la metamorfosis. Ahora es un águila. El mastín, a su vez, se ha convertido en una tortuga y resulta cómico ver una tortuga persiguiendo a un águila. Y volverá a cambiar la historia y seguirá el relato. Las nubes no se cansan de jugar ni de dialogar entre ellas.
Desde entonces, he visto muchas nubes. He visto nubes blanquísimas, que quieren ser como la coliflor y que cuentan historias de juegos y risas. Nubes de un lúgubre gris oscuro que, desventradas, descargan su tesoro líquido sobre los trigales, las viñas, los robles, las casas y las gentes. Nubes urbanas que tratan de mezclarse con los humos de las chimeneas, con la polución de la actividad incesante de la ciudad. Nubes de atardeceres y de amaneceres, que se inflaman con el sol en su momento más apacible, y para la ocasión se visten de oro, de fuego, de coral y melocotón, de rosas y malvas, de ámbar y marfil. Nubes que son como un manto blanquecino, sucio por zonas, que todo lo cubre y que se hace eterno como el mismo cielo...
Todas esas nubes eran, quizás, mensajeras de una fragilidad que con bastante certeza no sea la de los humanos, sino la de los instantes que suceden bajo la protección de unas naves vaporosas y livianas que surcan los cielos, instantes que nunca más vuelven a repetirse.
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fotograma del film "Up" (Disney/Pixar, 2009) |
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