pasado

/ 24 feb 2016 /
Me dicen que el pasado no existe. Que ya pasó. Lo asevera la misma palabra.
Yo no les creo.
No puedo creer que no exista algo que siento tan real, tan intenso, algo que sigue ahí. Algo que vuelve como un eco, que tiene su cuota de presente. Tampoco creo que los mismos que me lo dicen se hayan convencido de su cuento. Ellos escriben currículos, guardan fotos, atesoran objetos... ¿y qué son, sino un homenaje y una forma de revivir ese pasado? ¿Cómo creer que han dejado de existir los ladrillos bajo la hilada que estoy construyendo en este momento?
Me dicen que bueno, que el pasado sí existe. Pero que no hay que darle tanta importancia.
Tampoco creo que esto me lo estén diciendo en serio. No darle importancia a los pies que me han traído hasta aquí o a los cimientos de los edificios. No darle importancia a la experiencia en el aprendizaje ni dar importancia a los errores que uno es consciente de que tiene que corregir... ¿Qué sentido tendría entonces el presente?

El pasado es el terreno arado del que se sigue cosechando la comida que se pone en el plato de hoy. El pasado es el lugar en el que aún viven los muertos que no han sido olvidados. Es el lugar donde aún suenan músicas que me estremecieron por primera vez. En alguna argolla del pasado está atada la cuerda de mis aventuras espeleológicas en la caverna de la vida. El pasado es un casino de historias, anécdotas, crónicas y memorias cuyos retazos es divertido intercambiar, como en esos juegos de rompecabezas o de recortables de muñecas que hay que vestir de distintos modelos.

Me dicen que no eche la vista atrás porque saben que el pasado es, sobre todo, el imperio de las nostalgias, la región de las nieblas que hacen desvariar. Que cada retorno se cobra un peaje de dolor: si el pasado fue bueno, porque el presente es peor, y si el pasado fue malo, porque qué necesidad hay de volver a encender un candil en sus entrañas.
Me dicen que deje atrás el pasado. Y yo veo relatos inconclusos que me agrada desenlazar, justicia para quienes fueron tratados de forma inmerecida, sonrisas en rostros serenos, alguna lágrima furtiva, es posible que de puro gozo o de frustración contenida que ahora se desahoga. Veo un desfile informal de personas fascinantes, también algunas caras que apenas consigo recordar, miradas que van más allá de los ojos, caricias más allá de la piel, una melodía que quizás sonaba en los ochenta, tranquila y con un regusto algo melancólico, y aromas de cipreses, de magnolios, de violetas y de lirios.
Me dicen y yo no hago ningún caso.


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