cartografía

/ 8 mar 2021 /
      el amor que cura las heridas
    regará tu tierra y mis semillas
                                                            (Presuntos Implicados)

Imagina que puedes convertir tiempo en espacio, que puedes hacer de tu vida un lugar, y que ya no son años, instantes o primaveras, sino kilómetros, millas y leguas. Imagina que puedes medir la superficie de tu existencia, cambiante pero tangible. Imagina que puedes recorrer el país de tu vida, en cualquier dirección, ya no hay pasado ni futuro. Aún no existe -solo la puedes imaginar- toda la tierra que no ha sido descubierta todavía, que es sin ser o que está sin estar. Y, en cambio, sí que puedes transitar por todas aquellas regiones que se han ido poblando de tus cotidianidades, aquí y allí, de todo lo que eres no importa dónde, siempre en presente. Porque cartografiar así es relatar un presente eterno. Cambiarás los adverbios de tiempo por los de lugar, reducirás los tiempos verbales a uno único, y podrás decirme que aquí, en este territorio, las cosas son de una manera, pero allí, en aquella otra provincia, son distintas. Y también te das cuenta de que cambian si te aventuras en esa carretera que te lleva al distrito de tu primer amor o a la región de tu paso por la universidad o a la ciudad de tu infancia. Puedes ver tu evolución personal viajando de un lugar a otro.

Existen, en medio de las comarcas de tu vida, algunos lugares de refugio a los que vuelves con cierta frecuencia mientras sigues descubriendo nuevos territorios. Son lugares de refrigerio y de experiencias dichosas. Cada vez que vuelves te sigues maravillando por la hermosura de sus paisajes, la calidez del clima, el color de los atardeceres, la lenta luz que impregna cada superficie, y te sumerges en sensaciones que parecen siempre nuevas a pesar de todo. Es como si la erosión no consiguiera borrar las huellas que dejaste en un éxtasis perenne.
Al contrario, otros lugares menos frecuentados se van llenando de espesas nieblas y es cada vez más difícil divisarlos. Algunos parajes acaban devorados por sombras y no se encuentra ya ningún camino que desemboque en ellos. Desgajados del territorio, inaccesibles desde Vigilia, ya solo se podrán alcanzar desde la misteriosa isla de Sueño, y solo si las caprichosas mareas y los vientos revoltosos son favorables para tal expedición.

Pero lo que descubres en tus viajes es que tu país no es solo tu país. Es el nuestro. Es el tuyo y el de todas las personas que pusieron sus pies en él, que cruzaron la frontera igual que tú cruzaste sus fronteras. Vives en un mundo de países superpuestos, de trazos difusos y enmarañados, de cartografías complejas. Aquel horizonte que se veía desde allí, ¿era tuyo o era mío? ¿Y los árboles del camino? Tampoco sabría decirte qué hay del acantilado, de la foresta, de la villa. Ni de la pradera. Ni de aquella playa tan fascinante. Quizás hubiera existido sin ti, en mi país, pero no habría sido la playa fascinante acariciada por el mar en que me gusta bañarme los días grises, porque allí siempre es verano, siempre estás tú. Tú, en mi país. Nunca extranjera, nunca exótica. ¿O es tu país y soy yo el forastero?
No lo sé.
Quizás esto sí:
Un día descubrirás nuevos territorios en tu buena patria y yo también estaré allí. Y ni tú ni yo sabremos dónde estamos. No importará mucho. Sea donde sea, el lugar será uno de nuestros paisajes favoritos, nuestro refugio, el lugar al que volvemos para sentir el pulso sincronizado de nuestros países hechos uno. Allí. Justo allí.



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