en la noche

/ 13 abr 2020 /
Me parece recordar que fue hace un par de años, que ahora me parecen un par de milenios, cuando probé por primera vez unas gafas de realidad virtual. Una experiencia alucinante. Y una única pega: ¡me producían mareo! Aunque esto no es algo infrecuente y tiene una causa sencilla de explicar. Se trata de la descoordinación entre las percepciones de dos sentidos. Por un lado, la de mis ojos, que captan un movimiento con trayectorias, velocidades y aceleraciones (es un movimiento virtual, una ilusión creada por el dispositivo; pero para los ojos, que siempre han sido fáciles de engañar, tan real como la misma realidad). Y, por otro lado, la de mi oído interno, que no percibe ningún movimiento porque lo que sucede es que estoy de pie o sentado mientras llevo esas gafas puestas.
La recomendación para evitar algo del mareo es tratar de mover un poco la cabeza o el cuerpo según los movimientos que la vista crea que están sucediendo, para así favorecer cierto grado de coordinación sensorial.

Estos días también siento mareo. Si lo pienso bien, la causa podría ser el dormir poco y mal, el desorden en las costumbres, la ruptura de los ritmos cotidianos, la suma de ansiedades e incertidumbres... Si lo pienso de otra forma, me recuerda al mareo de la realidad virtual. El otro día lo desahogaba en twitter:
Las cosas de la vida detenidas pero con la vida siempre en marcha.
Qué raro es todo esto.
No puedo evitar sentirme desdoblado entre estas dos percepciones inconexas. Desdoblado y mareado. Creo que mi mente no está digiriendo nada bien la marcha agitada que los acontecimientos llevan en un yermo de tiempo paralizado. Ni el confinamiento prorrogable de forma indefinida.
Me falta aire. Y no es porque mis pulmones hayan sido atacados.

Hace una semana, que ahora me parecen mil semanas, hablaba por teléfono con una sabia amiga, mi psiquiatra favorita, y me decía que es como si toda la sociedad estuviera viviendo un duelo colectivo. Un duelo por todo lo que imaginábamos seguro e inquebrantable: el sistema sanitario, el estado del bienestar, el escudo protector. Y ahora aparece ante nosotros maltrecho, herido de muerte. Me contaba que, como en todo duelo, las personas experimentan sus fases, aunque no todo el mundo al mismo tiempo. Hay negación, hay ira, hay negociación, hay depresión y hay aceptación. Hay mucha gente muy cabreada, llena de resentimiento y desfogándolo de muchas maneras. Hay multitudes muy tristes, angustiadas... Hay incrédulos que niegan lo que sucede, de tan irreal que parece. Hay personas que anticipan escenarios de un futuro que suponen ineluctable. Y otros acercan paisajes halagüeños donde todo está bien. Algunos ya han llegado al agotamiento de una lucha estéril y han terminado por asumir que esto es lo que hay. Y que pasará, como todo al fin pasa.

Me veo a mí mismo cada día saltando de una etapa a otra. Sin orden. Sin plan. Hacia adelante o hacia atrás, despeñándome o haciendo acrobacias. Un rato estoy iracundo, otro estoy resignado. O bien estoy frustrado, o desolado, o inquieto, o combativo... Luego llega la noche. Se detiene lo único que se movía, la vida trepidante, y al fin queda todo quieto y en silencio. Es tal la calma que da ganas de llorar. Y ahora puedo llorar un poco, sin molestar a nadie. Y gemir por un instante, con todo tranquilo y en tregua, palabras enredadas con el llanto. No puedo más, no puedo más... 
Y pasa el instante y no me queda otro remedio que poder más, porque llegará la mañana y se volverá a desgarrar el tejido y tendré que volver a zurcirlo con la hebra de mareo hasta que venga otra noche trayendo su calma y su silencio inmóvil.


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