Un niño pequeño juega en la orilla de la playa. Corretea desde la seguridad de la arena, donde ha dejado cubo y pala, hacia el riesgo de un mar desafiante. Y vuelta a la arena, y vuelta al mar. Apenas se interna un metro en la espuma y es one giant leap for mankind. Las olas le susurran ansias de aventura, le invitan a superar el temor y cambiarlo por diversión.
Cuando acabe el verano, el crío apenas habrá ido de la cocina al salón. No sabrá qué hay más allá del horizonte, en alta mar, en el lugar donde los mapas antiguos advertían hic sunt dracones y todas esas cosas.
Sus hijos, sus nietos y sus bisnietos apenas habrán ido poco más allá del salón. ¿Marte? ¿Límites del Sistema Solar? ¿Alguna estrella muy próxima? Será como seguir jugueteando en la orilla. Siempre en la orilla. Tan inmenso es el cosmos, tan desconocido, tan inabarcable, que tan solo queda seguir en la orilla.
Y me quedé pensando que la misma existencia de la mayoría de las personas puede ser esta experiencia liminal, una duermevela, un jugueteo constante entre sueño y vigilia, un trabajo de redefinir las fronteras, el vértigo de cruzar un umbral sin adentrase mucho más allá de donde alcanza la vista. Una sucesión de ritos de iniciación que no llevan a lugares demasiado lejanos.
Un niño chapoteando en la orilla de una playa.
0 comentarios:
Publicar un comentario