"El primer canto del grillo, en el crepúsculo, es vacilante, bajo y áspero. Muda de tono, aprende de sí mismo y, poco a poco, va subiendo, va poniéndose en su sitio, como si fuera buscando la armonía del lugar y de ahora. De pronto, ya las estrellas en el cielo verde y transparente, cobra el canto un dulzor melodioso de cascabel libre".
Juan Ramón Jiménez, "Platero y yo", cap. 69
Chirrían los grillos en la noche y así proclaman la paz bajo las estrellas. Es extraño que un cricrí constante, tan pertinaz como el martilleo de la gota de agua que escapa del grifo mal ajustado, pueda ser heraldo de tanto sosiego.
Quizás la clave esté en que el suave canto puede al fin ser escuchado. El mundo se retira por un momento a descansar y reduce los decibelios de sus revoluciones frenéticas para que se pueda percibir la melodía que entonan los grillos al ritmo de la inaudible armonía de las esferas. Quizás sea así.
O quizás el secreto está en que los grillos construyen con su canto una regla para mensurar la quietud, pulso a pulso, como marcas de medida en la superficie de la noche. Y el corazón se acompasa al ritmo lento del crepúsculo, lleno de silencios entre cada uno de sus latidos.
Ahora compite con algún vehículo solitario que aún no ha llegado a su destino, con el seco ladrido de un perro y los pasos tranquilos de su amo que callejea bajo la luz anaranjada de las farolas. Empero, el canto de los grillos triunfa por fin, inunda la atmósfera, cubre los sueños con una manta de cadencias y se convierte en señor de la negrura, hasta que llegue la marea del amanecer y ahogue a la serenidad en la tierra de los despiertos.
Quizás la clave esté en que el suave canto puede al fin ser escuchado. El mundo se retira por un momento a descansar y reduce los decibelios de sus revoluciones frenéticas para que se pueda percibir la melodía que entonan los grillos al ritmo de la inaudible armonía de las esferas. Quizás sea así.
O quizás el secreto está en que los grillos construyen con su canto una regla para mensurar la quietud, pulso a pulso, como marcas de medida en la superficie de la noche. Y el corazón se acompasa al ritmo lento del crepúsculo, lleno de silencios entre cada uno de sus latidos.
Ahora compite con algún vehículo solitario que aún no ha llegado a su destino, con el seco ladrido de un perro y los pasos tranquilos de su amo que callejea bajo la luz anaranjada de las farolas. Empero, el canto de los grillos triunfa por fin, inunda la atmósfera, cubre los sueños con una manta de cadencias y se convierte en señor de la negrura, hasta que llegue la marea del amanecer y ahogue a la serenidad en la tierra de los despiertos.
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