ciclos

/ 8 nov 2017 /
Recuerdo que era una tarde de verano y yo estaba tranquila en mi nube, como tantas otras veces en otros tantos ciclos. Era aquella una nube ligera y tenue, un trozo de tela colgado del cielo. Pero. De pronto, aparecieron otras nubes, cubrieron el espacio sobre la ciudad y fue imposible que no chocaran unas contra otras. La nuestra se oscureció después de varias colisiones y engordó tanto que acabó por desventrarse sobre el mundo, allá abajo. Me encontraba ahora formando parte de una fina lluvia estival, una de esas lloviznas recibidas con más entusiasmo que fastidio, pese a suceder cuando nadie está preparado para evitar empaparse. La caída fue divertida. Decidí practicar unas piruetas, acrobacias, quiebros y requiebros, jugando con la brisa y deslizándome a mi antojo sobre sus caprichos. Hasta que lo vi, qué atractivo me pareció, y decidí que sería interesante rozar su piel. Allí fui decidida, surcando el aire como una bala líquida. Y ¡plop! Había apuntado a su mejilla pero acabé chocando torpemente con el dorso de su mano. Y eso fue lo mejor que me había pasado en muchos ciclos. Duró unos pocos segundos y mereció la pena cada fragmento de ese instante. Una parte de mí quedó rociada en su piel mientras yo caía sobre el asfalto y era arrastrada poco después por una pequeña escorrentía hasta una alcantarilla.

Días después de desintegrarme en vapor, ya pertenecía a un arroyuelo de montaña. Estaba en camino. Tenía que volver a sentirlo en este nuevo ciclo. Tenía que encontrar aquella parte de mí que había quedado adherida a la piel de su mano. Era el pretexto. Me daba lo mismo esa parte de mí, lo que quería era volver a experimentar aquel estremecimiento una vez más.
El itinerario fue distinto en esta ocasión. Río, embalse, planta de tratamiento, canalizaciones... Preguntando a otras gotas que conocían bastante bien las vidas de las personas de esa ciudad, me fueron guiando hasta encontrar la acometida de su edificio y la tubería exacta que suministraba su vivienda. Esperé ansiosa en el grifo del lavabo. Y llegó por fin el momento en que volvía a lamer la piel de su mano.
En algunos ciclos fui gota de ducha, en otros volví a dejarme caer sobre él como lluvia, otras veces en la piscina de su gimnasio... Cada viaje de cada ciclo valía el esfuerzo. Incluso las veces en que por alguna razón erraba el blanco, la sola idea de estar una vez más sobre él lo compensaba todo.

Ahora pensé que quería estar en él. Dicen que son casi todo agua, así que me sentiría como en casa.
En la noche, del grifo de su cocina pasé al vaso que sostenía en su mano. Y fue algo único ser bebida, rozar sus labios, su lengua, sus entrañas. Sentir su calor.
Volvió a la cama. Pero no estaba solo, había una mujer con él. Poco después sentí toda su pasión en mí y algo me empujaba hacia afuera, aunque no quería irme tan pronto. Ahora era una gota de sudor haciendo espeleología por un poro de su piel. Y algo más tarde era la gota arrastrada por una corriente de tantas otras gotas hacia el desagüe del plato de ducha que ya me resultaba familiar.

La aventura de anidar en su interior me había parecido fascinante. Decidí repetir. Pasaron muchos ciclos sin tener éxito. Él ya no vivía en aquella ciudad y yo ya no sabía adónde dirigirme.
Volví a preguntar a las gotas, ninguna me supo decir...

Recuerdo que era una tarde de primavera y yo estaba tranquila en mi nube, como tantas otras veces en otros tantos ciclos. Algo melancólica, quizás, aunque el día invitaba a vivir experiencias excitantes. El cielo se cubría de cúmulos con ganas de soltar lastre. La tarde acabaría en chaparrón.
Y allí me encontraba otra vez deslizándome por el tobogán invisible cuando de pronto lo vi. No me esperaba nada este encuentro súbito. Cambié el rumbo. Tenía que llegar hasta él, volver a sentirlo, volver a diluirme en él por un momento.
Con la emoción de aquel anhelado instante descontrolé tanto mi vuelo que acabé amerizando entre su nariz y su ojo derecho. Otras gotas de lluvia ya salpicaban su rostro y no pareció molestarle mi impacto. Estaba inmóvil como una estatua. Corrí hacia su párpado buscando la apertura del lagrimal. Apenas pude entrar un pequeño trecho. Mi camino estaba bloqueado por una gran gota que avanzaba hacia mí y acabó por devorarme. Era salada. Era ardiente. A medida que me iba disolviendo en ella cada molécula de mi cuerpo empezó a sentir la mayor desazón que nunca había sentido. Amargura, quebranto, desesperación. Era ahora un torrente de lava desconsolada que se apresuraba hacia el exterior en una huida, como las desbandadas de los vencidos en la batalla.
Y allí estaba, corriendo por su mejilla mientras en mi cristal se refractaba la imagen de una mujer conocida. Una mujer que desaparecía entre otras personas bajo sus paraguas en un tibio atardecer de primavera.


1 comentarios:

{ SOLOYO } on: 14 de diciembre de 2017, 9:45 dijo...

Eres un escritor impecable Rain. Es absolutamente precioso

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