autoliteratura

/ 8 mar 2022 /

      Había en el barrio de los Pintores, en el 5º piso del número 14 de la plaza Rembrandt, una mujer extraordinaria llamada Eloísa Pearce que tenía el don singular de escuchar los pensamientos de otras personas expresados por ellas mismas con sus propias palabras. En no pocas ocasiones esto le resultaba muy chocante a Eloísa, que no terminaba de acostumbrarse a escuchar mensajes contradictorios saliendo de la boca de quienes se relacionaban con ella. Y puesto que no podía distinguir en un primer momento qué era lo dicho y qué era lo pensado (a sus oídos todo sonaba de la misma manera), tenía que analizar bastante cada situación para saber qué debía responder cuando no tenía más remedio que hacerlo.

El modo en que adquirió esta extraña cualidad se debió a un error en la burocracia cósmica. Fue un día en que Eloísa tuvo que atender en su trabajo en la asesoría que regentaba a un personaje estrambótico a quien no lograba comprender cuando le hablaba, y no porque se expresase en un idioma que ella no conociera sino por la forma caótica en que aquel cliente formaba las frases que salían de su boca. Fue entonces cuando pensó en el imposible deseo. Qué bueno sería conocer sus pensamientos, así, sin el tamiz de la vocalización en cuya red quedan tantas cosas atrapadas. Y, sin saberlo, exhaló ese deseo en un suspiro que impactó con otro deseo en el aire, aunque este sí estaba correctamente tramitado para ser considerado por el tribunal correspondiente. El azar provocó que el deseo de Eloísa desplazara al otro en su formal embalaje y que fuera atendido, aprobado e inmediatamente concedido, como si se tratara del original. Así fue cómo, de pronto, Eloísa estaba escuchando al hombre estrambótico expresarse con mucha mayor claridad y ahora incluso parecía que sus intenciones distaban bastante de las iniciales. En fin, ella no dio mucha importancia a todo esto hasta que al terminar la jornada y salir a la calle le pareció que ahí afuera todo el mundo le contaba al aire sus monólogos internos. ¿Por qué todos hablaban solos? Y peor todavía, ¿por qué quienes hablaban con otras personas tenían a veces dos discursos distintos y simultáneos? Nadie estaba callado, todo era bastante extraño.

Los primeros días, Eloísa encontró bastante diversión con su nueva capacidad. A veces tenía que reprimir la risa cuando notaba que alguien se ponía en evidencia. No había ningún detalle bochornoso que las personas pudieran ocultarle, como tampoco los pueriles intentos de tapar la verdad interior con otra cortina de palabras vistiéndola por fuera. Se sintió poderosa. Sintió que estaba un paso por delante de los demás. Pero la sensación se esfumó con las experiencias que a partir de entonces fue viviendo. Por una parte, conocer el pensamiento de alguien no quiere decir que se pueda modelar a voluntad, cosa que le resultaba frustrante en bastantes ocasiones. También se dio cuenta de que muchos de esos pensamientos eran terriblemente hirientes, tenebrosos, implacables, ásperos, desagradables... y empezó a echar de menos cuando todas las personas a su alrededor tenían filtros para suavizar tantas aristas. Y además era un sonido de fondo que no podía apagar. Los demás estaban siempre rumiando sus pensamientos y, por tanto, siempre contándolos en voz alta. En casa, en las noches de insomnio en su cama, podía escuchar a través de los tabiques la voz a gritos de algún vecino que tampoco podía dormir por la agitación de sus pensamientos.

Así fue que Eloísa empezó a distanciarse del resto del mundo todo lo que pudo. Añoraba el silencio. Aprovechaba cualquier oportunidad de fuga, los días libres, las horas libres, para escapar adonde solo escuchara el viento soplando por entre las hojas de los árboles o los sonidos de los animales, algún pájaro, algún roedor, quienes tendrían pensamientos en otras frecuencias que ella no podía escuchar.

Pero un día ocurrió algo asombroso. Eloísa se dirigía a la parada del autobús que la lleva hasta su oficina y cuando llegó se hizo el silencio de las voces. De pronto solo podía escuchar el ruido del tráfico, todas las personas estaban en silencio. Fue un alivio. Pensó que por fin se había cumplido su anhelo tantas veces repetido de revertir aquel otro infortunado deseo de hace unos meses atrás. En realidad no es así. Eloísa no conoce el procedimiento para formular deseos que sean tramitados por el Tribunal de Peticiones y tampoco se ha vuelto a dar la casualidad de que su deseo desbancara a otro correctamente enviado. Y es así cómo, de repente, Eloísa se da cuenta de que su deseo no ha sido concedido porque otra vez vuelven las voces por todas partes y todos en la calle se ponen a hablar de nuevo. ¿Qué ha sucedido? Imposible saberlo. Al final del día, cuando Eloísa llega a casa, tiene ganas de escribir. Enciende su portátil y comienza un relato, quizás su deseo, donde cuenta la historia de Raúl Paulson.

      Había en el barrio de los Inventores, en el 2º piso del número 53 de la calle Nikola Tesla, un solitario hombre llamado Raúl Paulson que había desarrollado de forma permanente la facultad insólita de escuchar solo el silencio cuando otras personas hablaban. Raúl no era una persona sorda. Él podía escuchar cualquier sonido emitido por objetos, máquinas, animales, fenómenos meteorológicos... pero nada que procediera de las bocas de sus congéneres. Aunque en su organismo había ido madurando poco a poco la causa de su sordera selectiva, no fue hasta el día de su trigésimo aniversario cuando se percató de que no podía escuchar a nadie más. Aquel día lo pasó en el hospital, de prueba en prueba. Fue una celebración indeseada. Y fue citado para más y más pruebas, de especialista en especialista, hasta que pudieron dar con la aparente causa de aquella rarísima afección.

A Raúl le habían detectado una anomalía casi imperceptible en el lóbulo temporal. Algo que no suponía ningún riesgo para su vida y algo completamente desconocido hasta entonces por la ciencia médica. No se sabía si alguna cirugía podría ayudar en la recuperación de la audición ni se sabía de ninguna prescripción farmacológica ni terapia que pudiera producir efectos positivos en la anomalía. Sea como fuere, Raúl se había cansado de ir de mano en mano como un ratoncillo de laboratorio con el que se experimenta y decidió que prefería ese semisilencio antes que sentirse con su cerebro bajo la lente de un microscopio. Trató de hacer la vida de antes, aunque ya le resultaba imposible.

En su nueva vida, Raúl tenía el placer del silencio. Tantas veces había pensado en que ojalá no tuviera orejas para escuchar las tonterías que algunos no paraban de decir, y ahora se había salido con la suya. Ahora sus oídos quedaron libres de esas memeces y absurdos. Escapó de las redes sociales donde la gente seguía diciendo estupideces por escrito, desapareció y encontró cierta felicidad en el silencio. Su sentido mermado se desarrolló de otra manera y experimentó el placer de sonidos a los que antes no había dado relevancia. El mundo se había convertido en una sinfonía de ruidos naturales y artificiales que se ensamblaban en su mente con gran belleza. Pero. Con el paso de los meses, Raúl sintió que la ausencia de voces amigas y amadas era demasiado pesada. Tantas canciones instrumentales donde recordaba las partes vocales, tantos tequieros ya nunca susurrados en su oído, tantas conversaciones como árboles invernales despojados de su fronda, diálogos esqueléticos.

Y sucedió un día que, al acercarse a la parada del autobús que le llevaba hasta su casa, las voces humanas volvieron a anidar en sus oídos. Pareció que se atenuaba el ruido del tráfico al ser ocupado ahora por las voces de unos jóvenes que parloteaban sobre sus cosas mientras esperaban al transporte o por las de una pareja que va pasando y parece que hablan de algo del colegio de su hija. Raúl no da crédito. ¿Es posible que se haya corregido la anomalía en su lóbulo temporal? Ahora incluso no le importaría que alguien dijera alguna idiotez. Pero en lugar de eso, al subir al autobús y alejarse de la parada, vuelve el silencio selectivo y desaparecen las voces humanas. El tráfico de fuera y los ruidos del vehículo son ahora los únicos sonidos. Una abuela habla con su nieto, sentados al lado de Raúl, pero él solo ve cómo mueven los labios. Ningún sonido sale de sus bocas. Al llegar a la soledad de su hogar, Raúl tiene ganas de escribir. Enciende su portátil y comienza un relato, quizás sobre algo que cree haber soñado, donde cuenta la historia de Eloísa Pearce.

      Había en el barrio de los Pintores, en el 5º piso del número 14 de la plaza Rembrandt, una mujer extraordinaria llamada Eloísa Pearce que tenía el don singular de escuchar los pensamientos de otras personas expresados por ellas mismas con sus propias palabras.


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