nueva normalidad

/ 9 nov 2020 /

Alguien atribuyó a Estrabón una cita que decía que a comienzos de nuestra era una ardilla podía cruzar la península Ibérica saltando de rama en rama sin tocar el suelo. Es muy improbable que Estrabón haya escrito tal cosa. Da lo mismo. En la cita hay algo de verdad, algo de hipérbole y (lo más importante) una imagen que contrasta de manera poderosa con los paisajes actuales de la península. En su viaje, además, esa ardilla se cruzaría con muchos osos pardos, linces ibéricos, bucardos y quién sabe qué especies más. Ninguna ardilla podría vivir ahora tal aventura.

Desde los cielos, las aves han acompañado durante milenios el devenir de los asuntos a ras de suelo. Sus nidos, siempre iguales, han reposado sobre árboles, cubiertas de chozas construidas de paja y ramas, tejados de madera y de tejas cerámicas, azoteas de edificios de ladrillo y mortero, torres de alta tensión, rascacielos de hormigón, de acero y vidrio... Lo único cambiante en la historia de las aves ha sido la propia historia de los humanos. Ellas han visto desde arriba cómo estos han ido formando allá en el suelo sus aldeas, pueblos, ciudades y, a pesar de carecer de alas, incluso se han alzado con la vista puesta en las alturas y subidos en ingenios mecánicos han superado a las propias aves en su camino más allá de la atmósfera, hacia los astros del firmamento. Ellas han acompañado barcos que se adentraban en océanos desafiantes, han sido testigos de batallas, de empresas, de construcciones maravillosas. Han visto sucederse las edades, las tendencias, los estilos, las modas. Sin entender nada, han seguido construyendo sus mismos nidos de siempre sobre civilizaciones que quedaban reducidas a cenizas y sobre nuevas civilizaciones que surgían de las cenizas de las anteriores. Así, lo constante y lo variable han convivido época tras época. Se han adaptado sin cuestionárselo a cada nueva normalidad impuesta por los humanos. Vistos desde los cielos, esos humanos parecen caminar ahora distantes y cubriendo sus rostros. Mientras, las aves sobrevuelan las vicisitudes humanas emitiendo los mismos gorjeos, dibujando los mismos vuelos y posando en los mismos nidos. Nada ha cambiado en la normalidad de las aves.

En el suelo de los humanos todo es cambiante, vertiginosamente cambiante. O casi todo. El otro día, volviendo a casa, pasé al lado de unos niños (de unos cuatro o cinco años, supongo) que jugaban al escondite en la calle. Iba cavilando en mis asuntos, atrapado también en pensamientos sombríos acerca de las cosas del momento, y esos niños me rescataron de los engranajes del runrún interior con sus risas y juegos. Parecían muy divertidos. Se diría que flotaban en su propia burbuja, blindados contra el pesimismo y la desgracia, ajenos a todo lo que pasa en el mundo de los mayores. La mascarilla era una prenda más, llevada con ese aire de descuido, como llevarían en el trajín de sus juegos los calcetines, la camisa, el jersey o los pantalones, como una prenda más de una talla distinta a la suya porque, ya se sabe, los niños crecen rápido y si la ropa se les ajusta bien es solo por muy poco tiempo.

Todo eso me hizo sonreír. Pensé que era el punto de realidad que necesitaba y pensé también que quizás la auténtica normalidad está en los niños, en su burbuja, porque todo lo demás es aprendido y ellos aún están en el proceso.
Sí, todo es aprendido. Sobre todo, los mecanismos de la fatalidad.

¡Eternidad, insondable eternidad del dolor! Progresará maravillosamente la especie humana; se realizarán las más fecundas transformaciones. Junto a un balcón, en una ciudad, en una casa, siempre habrá un hombre con la cabeza, meditadora y triste, reclinada en la mano. No le podrán quitar el dolorido sentir.
(Azorín, Castilla)

 

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