rosa del desierto

/ 29 ago 2018 /
¿Se escribe para ordenar las ideas o se escribe porque se tienen las ideas ordenadas? No lo tengo muy claro y tampoco me parece que exista la respuesta correcta. A veces pienso una cosa y a veces la otra. Depende. Y depende, sobre todo, de si llevo un tiempo escribiendo o sin escribir.
Lo que sí tengo claro es que no escribo para que otros me lean. Parece absurdo decir esto si luego hago públicas las cosas que se me van ocurriendo de vez en cuando. Pero. Sé que el número de lectores de este blog no debe de superar la media docena como mucho, y de todos solo hay uno fijo, que soy yo. Leer lo que yo mismo escribo no se trata de un ejercicio de vanidad, sino de autoconocimiento. Y eso me lleva de vuelta a la cuestión inicial.

Hace meses que no he sido capaz de poner en negro sobre blanco un montón de ideas que han estado girando en mi cabeza como un torbellino agotador. Quizás ahora tenga que escribir para ordenar.
Hace un par de días (o tres quizás, no recuerdo bien) sentí la punzada y ya no he podido resistir más sin rascarme esta sarna. Aquel día me desperté acariciado por un sonido como del paso de los coches circulando sobre charcos. Ruedas lamiendo el asfalto mojado. Y una luz de perla entraba filtrada por las cortinas del dormitorio. Me levanté para ver la lluvia o al menos las huellas de su paso, pero al asomarme por la ventana me sorprendió ver el suelo seco. Solo un cielo cubierto de nácar mantenía la ficción de mi despertar lluvioso.
Me sentí algo decepcionado porque creo que estaba necesitando aquella lluvia que no caía. Me gusta la lluvia. Es una anciana que lava los pensamientos, que limpia los humores, que suaviza el ánimo. Es una jueza que dicta sentencia absolutoria y permite pasar página, para comenzar de nuevo, en blanco. Como blanco estaba el cielo que me la negaba.
Y la ausencia de lluvia fue la punzada que dejó la astilla bien clavada y que pienso que solo conseguiré sacarme a base de palabras, de ideas ordenadas.

El transcurrir del día abrió los cielos al corriente azul estival. La tarde pasó rápida y su final fue heraldo de otoños. El verano agoniza. El sol presagia su derrota, la brisa lo enfría ya sin dificultad. Los días que pasan están tan alejados del solsticio como aquellos de finales de abril, pero si los de abril venían con promesas de días perennes, los de agosto arrastran vaticinios contrarios.
Al final del atardecer, solo quedó una cicatriz blanca de la herida que un avión ha dejado de lado a lado en la bóveda despejada. Se va apagando el azul y la cicatriz se tiñe de rojo. Más tarde sube una muy ligera neblina del mar, apenas un velo, para vestir de frío la llegada de la noche. En la oscuridad destaca la luz amarillenta de una luna de imperfecta redondez y cubierta de tul.
Mirando esa rosa del desierto entiendo que sí ha llovido en el día sin lluvia.
Me siento limpio y quiero escribir.


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