abril

/ 28 abr 2017 /
Relojes como calendarios. Y al revés. Doce horas en la esfera, doce meses en el almanaque. Los meses, que se me pasan veloces como las horas, y las horas, en las que llego a vivir meses enteros que han durado unos pocos minutos. Y a seguir dando vueltas amarrado a la rueda, girando para avanzar sin moverme del mismo sitio.
Así es el tiempo, misterioso y caprichoso. Tan impenetrable que solo permite habitar uno de sus instantes, pero vivir todos los tiempos a la vez en ese mismo instante. Si considero el mundo en su totalidad, están transcurriendo las doce horas y los doce meses en un único parpadeo. Cuando aquí es medianoche, en las antípodas es mediodía. Cuando aquí es primavera, en el otro hemisferio es otoño.

Pensaba en estas cosas mientras se agota el mes de abril.
Días largos de cielos azules en que los aviones pintan estelas blancas. Un sol cada vez más madrugador. Diálogos de brisas. Árboles revividos, revestidos de flores y hojas. Incursiones cotidianas en la caverna anaranjada del atardecer. La serenidad del crepúsculo. Aromas que traen a la memoria el verano en las noches vertiginosas de la primavera al galope.
Pero.
Todo el tiempo a la vez. En otra parte del mundo se oye abril y se piensa octubre. También en mi mente, que da la vuelta hasta que está a 180º de abril. Y a medida que avanza abril, es decir, octubre, se aproxima el invierno. Las hojas no brotan en un verde renovado, sino que agonizan y caen, enfermas de ocre. Los árboles se derraman sobre el suelo a la espera de un nuevo renacimiento.
Otra oportunidad.
Así empezó todo y así terminó todo.
Así continuó todo.



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