lloviznas

/ 25 oct 2016 /
La luz del cielo iba extinguiéndose rauda y apacible detrás de la sutil cortina y más allá del vidrio de la ventana, según la norma impuesta por el otoño. Sin más lucha se rendía la tarde.
Dentro, mis dedos golpeteaban sobre el teclado del portátil. Fuera, las gotas de lluvia repiqueteaban sobre el pavimento de la calle. Esta suma de ritmos, el del interior y el del exterior, era lo único que deshilachaba el silencio en la salita y se diría que ambos terminaron por fundirse en una danza sonora improvisada y aleatoria de tal manera que lejos de competir parecían armonizar. No sé si la lluvia estaba marcando el compás de mi teclear o si era yo con el teclado quien estaba dictando la cadencia de la lluvia. Quizás nadie controlaba nada. Solo éramos como dos extraños que se encuentran por casualidad en cualquier lugar, se observan, al principio con circunspección, pero después rompen el muro de prudencia con un ariete de desenfado y se lanzan a una entretenida charla. Así de entretenidos hablaban mis dedos con la lluvia, que solo los ojos se percataron de la creciente oscuridad.
Me levanté hacia la ventana y desde la penumbra contemplé la calle. Centelleaba el suelo con luz de farolas, seguía crepitando una hoguera líquida. Cada gota de lluvia parecía una chispa. Una figura pasaba, distraída y sin prisa. Un conocido. Me quedé mirándolo un buen rato mientras hacía su recorrido, despreocupado, girando la cabeza hacia una cafetería, echando un vistazo al escaparate de otro local. Pensé en qué cosas pensaría. Es divertido observar el comportamiento de personas conocidas cuando no son conscientes de que los estás mirando. En ese momento me parecen completos desconocidos a los que descubro por primera vez y me fijo en detalles que pasarían desapercibidos con la familiaridad.

Y desapareció tras una esquina, hacia otra calle, el desconocido conocido. Yo me quedé pensando no recuerdo qué, de pie, junto a la ventana, con la mirada hacia la calle pero sin fijarme en nada. Mirando sin ver. En mi cabeza una amalgama de pensamientos, cada vez más densos y pesados, hasta que una especie de impulso instintivo me hizo apoyar la frente sobre el vidrio para mitigar la carga. La sensación de frío también alivió.
En ese momento supe cuál era la mayor necesidad insatisfecha del día que ya agonizaba entre sombras y lloviznas. Tan solo que una mano querida tomara la mía. Y en el silencio, sentir su calor y su tierno palpitar. Y nada más que eso.


1 comentarios:

Anónimo on: 26 de octubre de 2016, 18:30 dijo...

Gracias! Qué regalo leerte!

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